DE LA FELICIDAD
4 Abr. 2021LA COVACHA DEL AJ MEN
CLAUDIO OBREGÓN CLAIRIN / INVESTIGADOR INDEPENDIENTE
Occidente
Las escuelas antiguas del pensamiento occidental coincidieron en que uno de los anhelos de los seres humanos es la felicidad, pero divergieron en el motivo de búsqueda tan noble. Se preguntaron si se debería buscar porque sí o porque era una virtud que se bastaba a sí misma o quizá también había que condimentarla con placer ausencia de dolor y reposo.
En su obra De vita beata, Séneca respondió a tan sesuda pregunta argumentando que los seres humanos buscamos la felicidad como una tendencia natural: «Todos quieren, hermano Galión, vivir felizmente, y a esa vida nos impele un deseo natural (ad quod nos cupiditas naturales impellit). El problema está en que muchos se equivocan y persiguen una falsa felicidad, de manera que cuando más buscan, más crece su frustración. La raíz de ese error estriba en confundir el verdadero bien con su apariencia, y el verdadero gozo con el placer…» También nos regaló esta frase: «en una sola cosa consiste la vida feliz, en que la razón sea perfecta en nosotros».
A mediados del siglo XVII, Blas Pascal estableció que «nuestro instinto nos hace sentir que debemos buscar la felicidad fuera de nosotros. Nuestras pasiones nos empujan hacia fuera, y lo harían aunque los objetos no se presentasen para excitarlas. Los objetos exteriores nos tientan por sí mismos y nos llaman, aun cuando no pensemos en ellos…» Pascal reconoció que la vanidad está anclada en el corazón de los seres humanos y que ella nos conduce a vivir en la mente de los otros una vida imaginaria que ostenta apariencias y, en consecuencia, consagramos nuestra energía en decorar a un ser imaginario que incesantemente busca ser reconocido por sus congéneres, de tal suerte «las desventuras humanas tienen su origen en no saber estar en pleno reposo, sin pasiones, sin divertimento, sin quehacer, sin aplicación. Sentimos entonces nuestra nadas, nuestro abandono, nuestra insuficiencia, nuestro vacío… inmediatamente surgen del fondo de nuestra alma el aburrimiento, la melancolía, la tristeza, la pena, el despecho, la desesperación» A Pascal le preocupó la razón y dedujo que la racionalidad de la razón no puede darse simplemente por supuesta; por ello, las creencias cobran un significado substancial en el equilibrio de nuestras emociones.
Retomando la máxima Aristotélica que establece: «la felicidad es de los que se bastan a sí mismos», en la primera década del siglo XIX; Arthur Schopenhauer determinó que «el hombre más feliz es, pues, el que pasa la vida sin grandes dolores, tanto en lo moral como en lo físico, y no el que tiene de su parte las alegrías más vivas o los goces más intensos. Querer medir por éstos la felicidad de una existencia, es recurrir a una medida falsa. Si a un estado libre de dolor viene a agregarse la ausencia del tedio, entonces se logra la felicidad en la tierra». Schopenhauer vio con reticencia comprar placeres a costa de dolores y concluyó que un ser insociable es muy privilegiado ya que no debe mantener contacto con individuos moralmente malos e intelectualmente limitados o descentrados: «lograr prescindir de la sociedad es ya una gran felicidad». Schopenhauer veía el germen de la infelicidad en la sociedad de apariencias que premia la estupidez y el absurdo en tanto que los logros individuales mendigan perdón, por ello, Arthur escribió que «la llamada buena sociedad aprecia los méritos de todas las clases, excepto los méritos intelectuales; estos son como contrabando…la superioridad intelectual, sin concurso alguno de la voluntad, hiere por su sola existencia».
En su obra El Contenido de la Felicidad, nuestro contemporáneo, Fernando Savater, determinó que la felicidad es un proyecto de inconformismo y la ubica en el ámbito de lo imposible, le otorga la duración de un segundo, no sabría definirla y le da la vuelta a la búsqueda argumentando que tiene el derecho a ser infeliz. «De hecho no hay nada qué contar de la felicidad, por eso nos aferramos a su recuerdo con la fuerza inconmovible y algo ridícula de un acto de fe». En sus conclusiones, Savater identifica a la felicidad como una de las formas de la memoria. «Lo que tienen a su favor los recuerdos, su parentesco con la felicidad, es eso: que están a salvo. Una intensidad a salvo. ¿Qué otra cosa puede ser la felicidad?». Y concluye con la paradoja de que es el reverso amnésico de la memoria: recordamos el momento feliz como aquel en el que nos olvidamos de todo lo demás».
Budismo
El budismo es una filosofía equitativa y jerarquizada, su enseñanza se sintetiza en «cuatro nobles verdades»: que el misterio es una parte inevitable de la vida; que la miseria y la infelicidad se originan por el deseo; que el deseo puede ser eliminado; y que vencer al deseo y por lo tanto al sufrimiento, es posible si se sigue la receta del camino de la virtud que lleva substancialmente los siguientes ingredientes:
- Comprensión correcta (libre de superstición y delirio)
- Pensamiento correcto (elevado y digno de tu inteligencia)
- Palabra correcta (amable y con verdad)
- Acciones correctas (pacíficas, honestas y puras)
- Sustento correcto (sin lastimar o matar)
- Esfuerzo correcto (autodidacta y dominando al ego)
- Atención correcta (mente activa y alerta)
- Concentración correcta (en las diferentes realidades de la vida)
Con estos ocho preceptos y las cuatro nobles verdades, se busca alcanzar el estado de un Arhat, o «un Ser Digno». En el estado de conciencia acrecentada que nos ofrece la meditación, serenamos la parte de nuestro ser que vive de expectativas, descubrimos las maravillas que ofrecen las perspectivas y obtenemos el control de nuestros pensamientos. Estudiando el budismo, uno se percata que para aprender, primero hay que olvidar.
La filosofía budista propone vivir permanentemente conscientes de que navegamos por los mares del misterio. El entendimiento correcto es el timón que nos guía a través de las tormentas provocadas por nuestros deseos y los ajenos. Es preciso navegar con atención para que cuando avistemos el continente del desapego, logremos desembarcar y reconocer, tan sólo reconocer…; si se tiene la fortaleza de asimilar los hábitos de la actitud correcta y de los demás asuntos correctos descritos con anterioridad, nos transformamos -por el rigor de la disciplina-en seres capaces de estar conscientes cuando mantenemos los ojos abiertos.
La Ciencia
En la década de los años setenta del siglo pasado, John Hughes y sus colegas de la Unit for Research on Addictive Drugs, descubrieron las endorfinas. Son unas substancias bioquímicas analgésicas, segregadas por el cerebro, que desempeñan un papel esencial en el equilibrio entre el tono vital y la depresión. De ellas depende nuestro estado de ánimo. Son agentes bioeléctricos transmisores de energía vital; lo que vemos, oímos y sentimos es transformado por nuestro cerebro en mensajes que se encargan de crear endorfinas. Según este planteamiento científico, el dolor, el miedo y el placer se gobiernan produciendo endorfinas.
El stress neoliberal nos obliga a segregar más endorfinas de las que acostumbraban generar nuestros tatarabuelos y de esta manera controlamos con dificultad las náuseas que nos producen los vaivenes de las dudas y los azares de una vida consagrada a la productividad y al mercantilismo. Las endorfinas son la droga natural de nuestro cerebro, gratis, sin efectos secundarios y las podemos fabricar de dos maneras: relajándonos o forzándonos. Cuando nos relajamos, nuestro organismo descansa de la dictadura del ego, y de manera natural, el cuerpo se regenera produciendo endorfinas, olvidándonos por un instante de las ansiedades que provocan infortunio. Forzando nuestro físico, corriendo o ejercitándonos, podemos llevar a nuestro cuerpo a niveles de esfuerzo extremo y así también producimos endorfinas.
La maestra Ikran Antaki comentaba en El Banquete de Platón que «En actitud, los seres humanos estamos emparentados con los felinos, pero desde el punto de vista sonoro, con los pájaros». La doctora Susan M. Ryan ha descubierto que los pájaros cantan porque eso los hace felices, cantando segregan endorfinas. En otro sentido, los mantras tibetanos, indios, mayas o mexicas también producen endorfinas. Los magos de todos los tiempos han poseído palabras y cantos secretos que han aplicado en los momentos precisos para abrir las puertas de la unicidad, las cuales estúpidamente hemos cerrado para concentrarnos en nuestras obsesiones y en nuestras penosas limitaciones emocionales.
Espejos
En ocasiones, algunos buscadores occidentales se descubren deambulando entre sueños, deseos y verdades relativas. Lo saben, lo escriben y lo comparten, sin embargo, las constantes mentales en complicidad con las displicencia les confeccionan una «historia personal» que se amolda al frenético deseo de pertenencia y transitan con ella —ocultándola detrás de sus palabras—, trazando absolutos e ignorando las sutiles bellezas de las paradas intermedias.
La búsqueda de la felicidad ha sido una constante en todos los seres que han descubierto que poseen conciencia. Por lo regular, los deseos incumplidos y la consecuente obcecación provocan la inmadurez emocional y, en consecuencia, se torna un desafío retornar del pasado o del futuro para reconocer y amar el presente. Quizá algunos secretos de la felicidad consistan en replantearnos nuestras inquietudes y nuestras obsesiones, valorar los daños emocionales y físicos que nos provocan y poseer una atención plena sobre nuestro entorno, así, serán más tenues los embates que dispone la codificación social. En suma, centrar un estadio de certezas y desapego controlado.
Pletórico de argumentaciones, arribo al desvelo y concluyo que la gente que vive feliz no crea civilizaciones, que la felicidad no puede ubicarse en términos absolutos —sino en el ámbito de la transformación del criterio humano— y que racionalizar es importante, pero no suficiente. Probablemente por ello, después de indagar en la Crítica a la Razón Pura de Emmanuel Kant, un remolino sacudió mi cabeza y después de observar como lo incomprensible iba en búsqueda de lo ininteligible, consulté a mi hermana espiritual, Michel Moreno: ¿qué es la felicidad? —le inquirí—. Sin dudarlo, Michele me respondió: «es algo que se te atora en la garganta». Sus ojos centellearon y me regaló una de las sonrisas que le otorgaron las hadas.
Caminé por la playa y sentí que la felicidad es el espacio entre dos olas que se descubre impulsado por el soplo de la vida y luego decide reposar en la arena, provocando un breve silencio.
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