Los grandes procesos sociales pueden comprenderse desde ángulos inadvertidos si, en vez de seguir la línea de los fríos relatos historiográficos, se miran desde la fina perspectiva de la subjetividad que recrea el discurso literario. En este contexto, las novelas bien confeccionadas permiten situar el núcleo de los conflictos internos que bullen a la par de las turbulencias colectivas.

Una historia personal puede sugerir aspectos que los registros convencionales omiten de sus procedimientos expositivos cuando se remontan a los hechos de antaño, más comprometidos con la transmisión de descripciones escuetas o bien imbuidas de sesgos doctrinarios. Encierran así variaciones de método y tentativas para enfocar horizontes que se vislumbran desde zonas distantes e incomunicadas.

La independencia mexicana tiene en El ángel sin cabeza, de Vicki Baum (1888-1960), una reinterpretación que subraya el contraste de dos escenarios geográficos descritos en el proceso en que madura una sensibilidad femenina: la de quien protagoniza la historia y la cuenta en primera persona en tono de confidencia; ofrece vistas típicas de su natal Weimar en medio del esplendor artístico presidido por el inconmensurable Goethe, amigo familiar cuyas citas literarias alternan con los diálogos sostenidos entre los personajes principales.

Cuando la joven inexperta abandona el sopor de un matrimonio concertado al margen de su voluntad a cambio de una pasión que la conduce a la Nueva España con un orgulloso amante en busca de fortuna, ésta le sonríe y vuelve a mostrarse esquiva en un continente en que las diferencias de origen étnico fijan la posición social y el acceso a los bienes materiales. El ávido aventurero desdeña a los criollos y juzga a los indígenas más cercanos a los animales que a los humanos, como dictaba la percepción dominante entre sus compatriotas de la península ibérica.

La autora caracteriza de modo verosímil a sus personajes, acorde con su tiempo y sus medios de vida, a tono con el clima emotivo y el panorama de dos sociedades, una americana y otra europea, cuyos cambios se suscitan con mayor o menor celeridad según las circunstancias de su concurrencia. El trabajo peligroso e insalubre en las minas de Guanajuato, las veladas interrumpidas por la incursión de las tropas napoleónicas en el ducado de Weimar y las acciones que sobrevienen a lo largo de una trama urdida con esmero favorecen una visión amplia para situar el marco evolutivo de unas personalidades y el agotamiento inminente de otras hasta alcanzar su destino.

Los personajes de raigambre histórica aportan la fuerza de su inteligencia o su arrojo, su afán emancipador o los atributos de su genio para mostrarse en el terreno de las vivencias cotidianas, Goethe más visiblemente que Hidalgo, aunque la portadora de la voz narrativa hace un parangón entre ellos durante un diálogo sostenido con el ilustre literato: “Si Hidalgo hubiese vivido en Weimar, habría sido un hombre como usted, herr Von Goethe […] Habría sido un amigo del pueblo, un buen consejero del soberano; hubiera embellecido la ciudad, plantado árboles en el parque, vivido con sus libros, con los libros que amaba y con las nuevas filosofías; hasta hubiera hecho desmañadas intentonas en el teatro. Hidalgo hubiera sido un hombre feliz y de éxito en Weimar […] Pero como era un mexicano y un  criollo…” (Traducción de León Mirías).

Desde el mismo punto de vista, “Hidalgo era demasiado hombre para ser un sacerdote auténtico; y no lo era bastante para ser un soldado”. El cura de Dolores aparece como una figura de referencia en el relato más que como personaje con intervención directa en él, a diferencia de las masas populares escapadas del control de su mando que perpetran allanamientos y saqueos, matanzas y destrucción de bienes con un furor que la azorada extranjera –conspiradora de última hora– no logra comprender, mucho menos después de padecer la supresión radical de sus más preciados lazos afectivos en esa vorágine social.

En el fluir de sus recuerdos intercala juicios sugestivos sobre la vejez, los deberes conyugales y la insuficiencia del arte, a la vez que ejercita la reflexión sobre otros campos de la experiencia. Atribulada con el peso de su maternidad frustrada y a la vista del monumento mortuorio cuya forma de ángel mutilado simboliza los extravíos de su vida, casi al término de ella logra apaciguar las embestidas de la desesperanza.