Los individuos exhiben, en el desarrollo de sus caracteres, diversas formas de relacionarse con las personas que los rodean. Cuando abandonan el mundo, sus seres queridos recurren a las tradiciones establecidas para preservar la esencia de sus vínculos con los ausentes. Los ritos colectivos simbolizan los ciclos con que la sociedad marca los cambios de la existencia y las tensiones que traen consigo.

Los escritores dan testimonio de ese orden de acontecimientos con los medios expresivos a su alcance, y pueden crear con ellos una atmósfera propicia para narrarlos en tono ameno, dejando ver matices de personalidad con los que a veces no están familiarizados quienes han leído una parte de su obra, o por lo menos no tanto como sus allegados que tienen la ventaja de conocerlos de manera directa en las faenas cotidianas y en el ámbito doméstico.

 El yucateco Carlos Duarte Moreno (1900-1969) desplegó una intensa actividad periodística desde su adolescencia y hasta los últimos años de su vida. La combinó con su pasión de poeta y deslizó en ella el sentido de sus inquietudes sociales. Sus textos están diseminados en incontables registros impresos en calidad de artículos de opinión, crónicas y cuadros de costumbres, además de sus poemas. Se ocupó en referir escenas popularestrayendo ejemplos del desamparo de sectores marginados: vendedores ambulantes, lisiados, ancianos, amas de casa agobiadas por la miseria, obreros, niños pobres y muchos más, descritos con acento de solidaridad y denuncia.

En contraste con esa inclinación vindicadora, fueron escasas las muestras de humor, relajado y festivo, que dejó traslucir en sus colaboraciones de prensa. Aquellas pudieron apreciarse en los libretos que elaboró para obras como la revista regional Xocbichuy, en que Daniel Chino Herrera representó el papel de yucateco ingenioso y desenfadado. Por esto resulta significativo encontrar escritos suyos como el relato que publicó el 4 de noviembre de 1934 en el Diario delSureste.

El narrador expone las peripecias que desencadenó la visita de un vecino recién mudado a su barrio, hojalatero de oficio, quien lo invita a degustar en su domicilio el mucbil-pollo que con arte inigualable preparó su esposa de robusta constitución física. Entre diálogos ágiles y gozosos desfila la familia del anfitrión: su voluminosa y esmerada consorte (“la campeona de los pibes”), su escuálida sobrina e incluso las mascotas de la casa, que imprimen un giro animado a los sucesos del día.

Pero el convite no está libre de inconvenientes porque el invitado recibe los escobazos que iban dirigidos al gato ansioso de probar el guiso, luego siente el roce apresurado de la lechona que escapa de su encierro y del perro que va tras ella, así como los revoloteos de la gallina que se asoma a engullir unas migas de pan caídas.

“Y con los incidentes y el chile que le han puesto a los pibes, estoy sudando y ardiendo. A la señora le chorrea, con el sudor, el colorete; a la sobrina, el charolado [por la semejanza con la sustancia que se ha puesto en la cara para pintársela]; a mí la paciencia, y al hojalatero se le caen de nuevo los espejuelos amarrados con hilo, hasta quedarle otra vez en la boca a manera de freno. Pero todos sonríen, como si estuvieran en la gloria”.

Aquí radica el fondo del asunto: el encuentro, un tanto obligado por la formalidad de una invitación intempestiva, toma sólo el pretexto de honrar la memoria de los difuntos para favorecer un acercamiento social precipitado. Para remarcar este hecho, el hombre de la casa le insinúa al visitante que su sobrina está en edad casadera, por si fuera de su interés: “–La muchacha no tiene novio”. “Me apena en el alma la noticia, pero no me sorprende”, piensa su interlocutor al enterarse de ello.

Ante los trastornos sufridos en tan breve tiempo, el invitado opta por regresar a su casa llevando a cuestas un principio de indigestión.Y éste fue el desenlace de una historia en que la comida para las almas dio motivo a perturbar los ánimos del vecindario.