Todo lo que la vida envuelve, engulle o exuda es siempre una elección. En ella caben y se desatan la indiferencia, el propósito sobrevalorado, el acicalamiento impostor y el autoengaño, la busca de sentido y la renuncia a lo que trae consigo. Cuando las crispaciones llegan al punto de hacerse fecundas, remueven los campos perceptivos hasta sugerir texturas insospechadas de un estado del ser que rige las fluctuaciones de la sustancia vertida en ecos sobre el vacío. 

La conciencia de sí explora sus posibilidades para designar los atributos que esboza en sus conjeturas. Si una luz se filtra en las intrincadas galerías que fraguan la identidad del sujeto, éste elige, en la parcela de su entendimiento, una línea de expresión que permite paliar al menos las angustias de la contingencia. Es así como las tradiciones intelectuales acogen impulsos nuevos que serán a su vez un enlace con interlocutores de cepas venideras.

En la historia de la cultura, los pensadores más agudos han exhibido las imposturas, los subterfugios y los sofismas que entronizan doctrinas, prácticas e instituciones dirigidas a entorpecer cualquier tentativa de examinar a fondo la condición humana. Con ello puede hablarse de una vanguardia crítica en cuyo linaje entronca Lapidación del ser, volumen de aforismos de Roger Campos Munguía (1992), reimpreso treinta años después (Mérida, Kóokay Ediciones, 2022). Más que un agravio ontológico, su título entraña un sacudimiento para remover los lastres de la existencia incluso si está condenada al fracaso.

Lo que pudiese parecer sólo una reflexión amarga y escéptica de las contradicciones vitales es más bien un examen minucioso del horizonte evolutivo de una especie que a pesar de sus ventajas intelectuales y afectivas se reduce a un conglomerado de voluntades fallidas y decadentes: “La distancia que nos separa del gusano es mínima: un suspiro”. Esta sospecha, llevada a otros términos comparativos, arroja conclusiones de mayor alcance: “Las bestias son superiores a los hombres, porque son fieles a sus instintos”.

Una inmersión radical en las turbiedades esenciales de la humanidad, asiento de paradojas y nudo de dolencias de todos los orígenes, ha de topar sin remedio con su vena oscura en sucesivas postraciones hasta llegar a la muerte. El límite que ella impone es alivio de porfías mezquinas y daños deliberados (“De todo muerto se podría decir: enmudeció. Dejó de herir.”) En circunstancias tales, los vivos hacen uso del legado intangible de quienes dieron el paso definitivo hacia el sepulcro, aumentando la suma cotidiana de desdichas: “¿A nombre de cuántos muertos se siguen cometiendo bajezas?”.

Las relaciones sociales traducen su carga de iniquidad y oprobio en actos y palabras. Éstas, fuente de pasión para quienes cultivan la literatura, pueden ser sustraídas con alevosía y fingimiento, como señala el autor con sarcasmo: “Algunos escritores, en su desesperación por crear cualquier cosa, serían capaces de plagiar hasta un gemido”. La admiración se reserva, en cambio, para aquellos que logran hacer de la percepción del mundo en ruinas un signo de grandeza, aun si ésta pasa inadvertida ante los que optan por mirar hacia otro lado: “un hombre desconocido agonizó en una calle invocando a Rilke insistentemente. Los que estaban a su alrededor creyeron que hablaba de su perro”.

Cabe entender la naturaleza humana como un universo plagado de inconsistencias congénitas y como un hálito que exhibe su factura abusiva en la justa medida en que la parte representa al todo: “El espermatozoide ya trae en sí mismo la idea del triunfo, del triunfador a costa de otros”; lo mismo da si el extravío se prolonga en el afán de esclarecimiento comprometido en procesos de indagación: “Todo juicio, razonamiento o idea que pretenda la búsqueda de la verdad en cualquier campo, se ha producido siempre por la altivez de una neurona”.

En la enunciación categórica de las formulaciones aforísticas suele concentrarse un acercamiento lúcido a los aspectos invisibilizados de la vida, los que la moral dominante acomoda a conveniencia de sus propósitos cuya grey acepta por ingenuidad, inexperiencia y sometimiento a designios ajenos, conformándose en la cómoda repetición de lo que figuras de autoridad inculcan abominando criterios disidentes. La independencia intelectual se torna así en cualidad proscrita, insignia de sujetos de talante minoritario, excéntrico y atípico que recalan en zonas expresivas como las que se asimilan en el aserto de Elías Canetti: “La lectura de los grandes aforistas da la impresión de que todos ellos se han conocido muy bien”. Sin constituir esto una unidad psíquica de manera estricta, circunda la razón disciplinada en todos sus matices.