La diferencia entre izquierda y derecha en lo que se refiere a políticas públicas es muy clara; se identifican como de “izquierda” aquellas que promueven la igualdad social, una tendencia hacia ella o, por lo menos, la búsqueda de una menor desigualdad. En sentido contrario, las de derecha promueven el respeto a las jerarquías, la preminencia del “mercado” como regulador social,  y lo que ellos llaman la libertad del individuo, que como dice “ya saben quién”, no es más que “la libertad del zorro en el gallinero”.

Establecidas estas diferencias bien podemos ubicar a los distintos actores de la vida pública en nuestro país, no por lo que dicen, sino por el resultado de sus acciones. No cuesta mucho trabajo calificar a los 36 años de neoliberalismo económico como de derecha, tan solo por dos características, la contención salarial y las privatizaciones, que ampliaron la brecha entre los que todo tienen y los que carecen de todo.

Pero el pensamiento de izquierda, o lo que se ha catalogado como tal, no ha permanecido inmutable a través del tiempo. Las circunstancias han obligado a transformar el discurso y la acción; la comprobación de que era posible acceder al poder para lograr los objetivos de transformación social por la vía pacífica, por la vía democrática, hicieron el resto.

Transitar de la vía armada con su violencia a cuestas a los cambios pacíficos por el camino de las urnas, trajo consigo también una transformación ética, un salto cuántico. Entre “el odio como factor de lucha” que promoviera Ernesto “el Che” Guevara en su “Mensaje a los pueblos del Mundo” en abril de 1967, a la “República amorosa” de Andrés Manuel López Obrador pasaron cinco décadas.

Cuando se dirigió el Che a los revolucionarios del mundo pidiéndoles crear “uno, dos, tres Vietnam” para liberar a sus pueblos del imperialismo, les recomendaba asumir “el odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”, agregando que “un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.

El revolucionario cubano-argentino consideraba necesario llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total impidiéndole tener un minuto de tranquilidad. La propuesta de López Obrador, por lo contrario, es lograr el renacimiento de México haciendo realidad el progreso con justicia, auspiciando una manera de vivir sustentada en el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza, a la patria y a la humanidad, con sus palabras “…amor, para promover el bien y lograr la felicidad”.

Pero el oriundo de Tepetitán no se refiere al amor como una pasión del alma, sino como la consideró Sigmund Freud a principios del siglo XX, una fuerza que determina la unión de las cosas y de los hombres o al igual que el pensador católico Pierre Teilhard de Chardin, para quien es una fuerza cósmica, una energía, que está presente en todo el universo. Y se confirma la vocación pacifista del Presidente de México, fundamentada en el principio bíblico de amor al prójimo, cuando a propósito del atentado que sufrió Donald Trump nos dice que “la violencia es irracional e inhumana”. 

El destino final del Che en su trágica aventura boliviana no correspondía a sus intenciones de justicia social, pero nos permite recordar aquel momento en el que un discípulo de Jesús hiere en la oreja a un sirviente del Sumo Sacerdote que pretendía detener al Nazareno y al que éste le dijo: «Vuelve a poner tu espada en su sitio, porque todos los que toman la espada perecerán a espada” (Mateo 26).

N.B. El que Donald Trump haya sido herido en la oreja, al igual que el sirviente citado en el Evangelio, es pura coincidencia.