Inosente Alcudia Sánchez

 “No hay dolor más atroz que ser feliz”.

Alfredo Zitarrosa

Ahora lo entiendo todo. Simplemente soy víctima de la edad. Cito a Richard Ford, citado por Rafael Pérez Gay: “Al parecer en la mayoría de los adultos la felicidad disminuye en la década de los treinta y los cuarenta, toca fondo a principios de la cincuentena y, al parecer, vuelve a aumentar a partir de los setenta”. El texto pertenece a una novela (Sé mía, Anagrama, 2024), así que no debería darle demasiado crédito, pero también hay una edad en la que tenemos la necesidad de confiar en algo, así sean dudosas aseveraciones literarias. Gracias a Pérez Gay, descubro que estoy, entonces, en el fondo del pozo, lejos todavía de ver el titilar de alguna estrella que me anuncie el final de mis oscuridades. En otras palabras, de acuerdo a mi edad, aun me queda por andar bastante del periodo crítico de anemia de felicidad.

Quizás por lo anterior, igual que el personaje principal de la novela de Ford, “Últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes”, aunque debo aceptar que no sabría definirla. Alguna vez leí a un autor que la describió como “armonía”: estar en armonía con la naturaleza, con nuestros semejantes, con nosotros mismos, eso es felicidad. ¿Y cómo se consigue la armonía? El concepto es demasiado complejo y azaroso, como si la felicidad dependiera más de una alineación astral que de la actuación personal, individual. Puedo, eso sí, intentar una descripción de sus efectos: es una explosión de placer, un estado de bienestar que trasciende lo físico y se prolonga a lo espiritual. La experiencia de la felicidad se agota, pero, igual que un eco o que olas concéntricas, su goce se extiende, se expande, hasta que desaparece en el arcón de las felicidades usadas.

A veces pienso que la felicidad es una sustancia, como la bilirrubina o la testosterona, que, por alguna razón, llega un momento en que dejamos de producirla. O que acaso nacemos con una dotación de felicidad que consumimos con el tiempo. Sucedería, entonces, que uno va dejando la felicidad en el camino y, siguiendo a Richard Ford, llega una edad (la cincuentena) en la que casi agotamos nuestras reservas. Otra explicación que aventuro es que la felicidad está asociada a personas, cosas, lugares, circunstancias que vamos dejando atrás en el vertiginoso tren de la vida, de manera que cada ausencia, cada pérdida, son estaciones de felicidad de las que nos desprendemos. Entramos, de este modo, a una etapa de aparente privación de felicidad en nuestras vidas. No es un periodo de sufrimiento espiritual ni de dolores emocionales. Es, simplemente, escasez de felicidad. Gastamos la capacidad de ser felices, así como se nos acaban las cápsulas contra el insomnio o las gotas para la ansiedad. Sin embargo, nadie permanece totalmente vacío de felicidad. Siempre nos quedarán reservas mínimas para transitar el periodo de vacas flacas y, con suerte, llegar al tiempo de feliz recarga.

Así como me es difícil conceptualizar la felicidad –no obstante que me considero un experto en los menesteres de dilapidarla– tampoco encuentro manera de expresar la ausencia de felicidad. No es “infelicidad”, una palabra asociada más bien a la desgracia, a la frustración o a la pesadumbre. Todos pasamos por momentos o periodos de infelicidad, pero es distinto a que andemos con las reservas mínimas de felicidad. No somos felices, pero tampoco infelices, en cualquier sentido dramático del término. Eso sí, como no hay felicidad malgastada, quienes llegan a renegar de una felicidad pasada serían los más cercanos a un prototipo de persona infeliz.

Es sencillo identificar a un infeliz, pero muy difícil descubrir a alguien que carece de felicidad. Caminamos como cualquiera, vamos al Oxxo por un café y charlamos con el cajero, manejamos entre el tráfico sin la prisa del taxista de al lado, nos acomodamos en la barra de la cantina entre los parroquianos estridentes y felices, hacemos la despensa en el súper y, a pesar de su mal humor, le sonreímos al carnicero que transpira de infelicidad. Saludamos a los conocidos y, cuando nos preguntan “¿Cómo estás?”, respondemos, sin dudarlo: “–Bien, todo bien”. Y no mentimos. Simplemente, nuestra batería de felicidad está en naranja.

Es bueno enterarme que, aunque sea en la literatura, tenemos esperanzas de recargarnos de felicidad y que, setenteros, andaremos con pilas llenas. Claro, el reto es llegar y comprobarlo. Mientras, como en el poema Ítaca de Kavafis, se trata de dosificar su uso para no convertirnos, ahí sí, en infelices amargados. Hoy, por ejemplo, hablando con Daniel, invertí dos horas de felicidad total y sus resabios me durarán días, si no es que semanas. Y, claro, a veces me entretengo recordando y anotando viejas felicidades.

La verdad es que, más allá de la narración de Richard Ford, sí creo que la juventud es una etapa donde la felicidad se expresa con estridencia y, conforme la edad avanza, vamos acumulando pérdidas que se convierten en lastres que nos atan a alguna de las formas de la melancolía. Sin embargo, con independencia de la edad, siempre habrá tiempo para aprovechar esas minúsculas gotas de felicidad que nos quedan a la mano: el séptimo café gratis de la tienda de conveniencia, el inspirado sabor de una ensalada de mariscos, el último whisky de la jornada, la novela que nos consigue Amazon, la conversación con los buenos amigos, el mensaje que nos trae el latir de un ser querido… Y, así, escapar de lo que Borges calificó “el peor de los pecados que un hombre puede cometer”: no ser feliz.