Inosente Alcudia Sánchez

Ya no hice el trayecto en lancha ni a caballo. Habían transcurrido más de veinte años desde la última vez que caminé por aquellos lodazales y ahora, acompañado por Daniel, volvía nomás para mostrarle el génesis de mi historia, de nuestra historia. Entramos por Bajadas Grandes, Chiapas, una ruta que en mi infancia significaba cuatro horas de caminos de tenamastes, atascaderos y, si la noche nos alcanzaba, de espantos y luces fantasmales. Ahora, el camino real se había transformado en un alto terraplén de grava, a salvo de las inundaciones, por el que avanzábamos esquivando baches, pero a una velocidad impensable años atrás.

En esta ocasión, hacía el viaje con mis hermanos; íbamos a visitar a parientes lejanos y amigos cercanos que decidieron nunca abandonar el trozo de tierra firme sobre el que edificaron sus vidas.  Me resultó difícil reconocer la huella del sinuoso camino que, décadas atrás, llegaba hasta Tepetitán. Recorrimos las seis leguas de carretera rústica en menos de una hora y, quizás porque yo iba conduciendo, no logré distinguir los paisajes que guardaba en mi memoria. Mientras el Unplugged de Zoe nos acompañaba, mi hermano se esforzaba por ayudarme: “Esa es la casa de fulanito”, “ese es el rancho de menganito”, pero nada; el tiempo me había descuadrado el mundo, y fueron muy pocas las cosas que conseguí identificar en aquel sendero que alguna vez pude andar hasta con los ojos cerrados. “Ahí vive Delfiria”, me dijo. Se refería a una muchacha que, en mi niñez, había decretado que yo era su novio y, para mi vergüenza, me gritaba su amor cada vez que me veía, sin que le importaran el lugar ni los presentes.

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Al terminar el primer año de secundaria, abandoné los humedales. Fueron pocos los compañeros de mi generación que se quedaron: la mayoría migró a Macuspana o Villahermosa u otras ciudades, donde continuaron sus estudios y encontraron modos de vida ciertamente más amables. Es la historia del país: el desalojo de lo rural y el crecimiento de lo urbano. (“Urbano”, gran nombre: así se llama un profesor que, recién egresado, se estrenó dando clases en aquellos mosquiteros).

Atraído por el señuelo de la nostalgia, volví al pueblo, a Tepetitán, quince años después. Estacioné el auto en los alrededores del único parque y pasé unos minutos observando el río: solo su corriente eterna y los enormes y añejos árboles de la ribera de enfrente seguían siendo los mismos. Un malecón de concreto recubría el borde de los altos barrancos que en mis recuerdos eran de tierra roja. No alcancé a ver ningún rostro medianamente conocido. Caminé unas cuadras, y me invadió una sensación extraña, un desasosiego, como si estuviera abandonado en la soledad del monte. Me sentí invisible, ajeno a todos, a todo. Regresé sobre mis pasos y partí con la certeza de que había echado a perder una etapa de mis recuerdos. De aquella incursión rescaté algunos poemas que fueron como un deslinde con el pasado, el clásico borrón y cuenta nueva con el que pretendemos saldar buenos y malos momentos.

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Aunque no me lo dijo, quizás Daniel pensó que le había mentido. El paraíso del que le había hablado sucumbió al empuje del progreso. Estuvimos pescando en el río, y, para mi sorpresa, una familia de nutrias nos observó mientras se dejaba llevar por la corriente. Nunca antes había visto a esos animales, aunque mis mayores a veces hablaban de los “perros de agua”. Fuimos en los días de Semana Santa, y los arroyos lucían azolvados, meros canales secos que, quién sabe desde cuándo, no eran transitados por un cayuco. Las combis de transporte de pasajeros enlazaban a las rancherías y ejidos que antes languidecían en el aislamiento. Un enorme puente une ahora a todas las comunidades con Tepetitán. El río dejó de ser la vía rápida a la civilización y, en lugar de lanchas y caballos, los habitantes usan taxis y vehículos particulares para recorrer en minutos distancias que antes demandaban horas.

Y es que, como supimos desde principios de los años setenta, debajo del suelo lodoso donde hacen sus cuevas los lagartos y se entierran las tortugas y los camarones, muy, muy abajo del pantano, hay enormes acumulaciones de petróleo. Más temprano que tarde habría de llegar el día en que huyeran despavoridos los gigantes salvajes, que los duendes desaparecieran junto con las milpas y que los espantos abandonaran las soledades ante el estruendo de las enormes máquinas que se abrían camino para extraer el oro negro.

Hubo que construir carreteras para que transitaran los camiones con los fierros para perforar los pozos y para que fueran y vinieran los técnicos e ingenieros; se escarbaron enormes zanjas para colocar las intricadas redes de tuberías por donde viaja el hidrocarburo hasta quién sabe dónde; se edificaron líneas de transmisión eléctrica para que funcionaran las máquinas y, de paso, hicieron inútiles los quinqués y desaparecieron las prehistóricas oscuridades… Y, ante el asombro de sus habitantes, dotaron de sistemas de agua entubada a los caseríos, contrataron a todo el que quiso trabajar en las incontables tareas de la industria, y recibieron cuantiosas indemnizaciones aquellos que sufrieron afectaciones en sus parcelas y ranchos (que fueron todos). Las señoras hicieron buen dinero vendiendo alimentos a los siempre hambrientos obreros, se construyeron casas de mampostería que sustituyeron las de palma y jahuacte, las popalerías amanecieron con la buena nueva de que eran territorio de una compañía telefónica, y…

Comenzaba la tarde y el sol de siempre hacía reverberar el ambiente. El aire acondicionado nos mantenía a salvo del calor que derretía al mundo, y no pude evitar que vinieran a mi mente las imágenes de ciertas noches en que mi padre se desvelaba abanicándome para que conciliara el sueño en el hervor de la noche. Solo unos enormes y casi eternos árboles de mango seguían como firmes testigos de que ahí, en esos rumbos de la vida, alguna vez se asentó el paraíso. Aunque, quizás Daniel pensó que le había mentido.