Claudio Obregón Clairin

La obra de Carlos Castaneda es un acto de brujería, una luz que no produce sombra y un desafío para el pensamiento racional que se descubre limitado e indefenso ante la evidencia de un universo energético; quizá por ello, para los pensadores cartesianos, Las Enseñanzas de Don Juan se enmarcan en el ámbito de la ciencia ficción o en la superficial búsqueda de las experiencias psicotrópicas.

En los libros de Carlos el lector devela el conocimiento silencioso que existe detrás de su racionalidad; encuentra múltiples realidades que los seres humanos advertimos en nuestra infancia, y recuerda la atmósfera de unicidad que ocasionalmente recuperamos en la experiencia onírica.

La función primordial del conocimiento es aplicarlo; regodearse con las palabras resulta tan inútil como cobijarse con la ignorancia. Corresponde a cada uno de nosotros ubicar la obra de Castaneda en su propia experiencia individual y no en opiniones sustentadas en la razón que sitúan a la filosofía mesoamericana como un elemento folclórico que engalana un pasado digno de ser ofrecido como artesanía a los turistas que visitan México.

Carlos Castaneda nos ofrece una síntesis vivencial de una variante del conocimiento llamado Toltecayotl o Toltequidad, que fue desarrollado por los naguales toltecas y transmitido a Carlos por el nagual Juan Matus. Las enseñanzas de Don Juan recopilan en doce libros las prácticas de los chamanes toltecas, quienes interpretan al universo y a los seres humanos en un plano energético constituido por tres parámetros de entendimiento: el primero es lo conocido, aquello que con la impecabilidad de nuestros actos podemos diferenciar entre el mundo de razón y el universo energético; el segundo es lo desconocido, sin duda fascinante y peligroso, pero susceptible de llegar a ser conocido; el tercero, es el conocimiento más allá del ámbito humano.

Nuestro tiempo de razón nos obliga a mirar al mundo y a los individuos de forma sólida, Castaneda dice que los toltecas llamaron a este acto de brujería el “primer anillo de poder”. En este precario nivel de conciencia transitamos la mayoría de los seres humanos. Existe un “segundo anillo de poder” que se encuentra al alcance de todos nosotros y al que se accede a través de lo que Don Juan denomina “voluntad”, es decir, la fuerza con la cual interpretamos el mundo. Para la Toltequidad, “el mundo es un conglomerado de energías que alineamos cuando fijamos nuestra atención en su luminosidad, produciendo así la conciencia de ser. Este fenómeno de conciencia se llama “punto de encaje”.

En su obra Para Leer a Carlos Castaneda, el investigador Guillermo Marín nos recuerda que La Toltequidad propone una reinterpretación de nuestra cosmovisión sustentada en un plano energético donde los seres humanos y el universo mismo se conciben como un conglomerado de emanaciones o bandas energéticas cuyo número es infinito. Mediante una férrea disciplina mental y con la práctica de la ensoñación consciente, los brujos toltecas descubrieron que podemos ubicar nuestra atención energética en múltiples posiciones de “puntos de encaje” y visualizaron que en nuestro planeta existen 48 bandas: 40 de ellas están organizadas pero no producen conciencia; 7 cuentan con una limitada conciencia de sí mismas, y la octava la formamos los seres humanos. El mundo que nuestro punto de encaje percibe y alinea en la percepción normal, cuenta solamente con dos bandas, una constituida por estructura y la otra por organismos. Las 46 bandas restantes se localizan fuera de nuestro cotidiano racional. Comenta Don Juan que “la fuerza perenne que da origen a las emanaciones o bandas energéticas fue nombrada por los chamanes toltecas como el oscuro mar de la conciencia, aquellos hombres de conocimiento vieron que el oscuro mar de la conciencia no es solamente responsable por la conciencia de los organismos, sino también por la conciencia de aquellas entidades que carecen de organismo”.

Los naguales toltecas descubrieron que el universo está compuesto por fuerzas gemelas, fuerzas que se oponen y se complementan. Nuestro mundo, por ejemplo, cuenta con un mundo opuesto y complementario a él, poblado por entes que tienen conciencia, pero carecen de un organismo, es decir, seres inorgánicos; nosotros y ellos coexistimos sin interferencia.

Para la Toltequidad, «los seres inorgánicos son extremadamente sensibles y al igual que los seres humanos, se caracterizan por ser egomaniacos. Los seres inorgánicos son como nuestros parientes y el nagual Don Juan dijo que entablar amistad con ellos resulta inútil y hasta peligroso porque las exigencias que conllevan tales amistades siempre son exorbitantes, sin embargo, incesantemente se comunican con nosotros, pero su comunicación no ocurre al nivel consciente de nuestra conciencia; sabemos de ellos de manera subliminal, en tanto que ellos saben todo acerca de nosotros de manera deliberada y consciente”.

Don Juan le confió a Carlos en El Lado Activo del Infinito que “existen otras entidades provenientes de los confines del universo que aterrizan sobre nuestro campo de conciencia y también en el de los seres inorgánicos; los naguales toltecas les llamaron voladores. Son como sombras fugaces, energía que fluye por el universo hasta que encuentran a un ser humano y lo acompañan de por vida. Cada uno de nosotros cuenta con un volador que viene de las profundidades del cosmos y toma el control de nuestras vidas. Los seres humanos somos sus prisioneros; nos vuelven dóciles, contradictorios e indefensos; nos otorgan la codicia, la mezquindad y la cobardía, establecen nuestras expectativas, sueños y esperanzas… ¿Cómo lo logran? Con un acto temerario: nos implantan su mente. Toman posesión de nuestra conciencia de ser porque para ellos somos comida”. Los niños humanos –continúa Don Juan– son bolas luminosas de energía, cubiertas de arriba abajo con una capa brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñida sobre su capullo de energía; es justamente esa capa de energía el alimento de los predadores. Cuando un ser humano se transforma en un adulto, todo lo que queda de esa capa brillante de conciencia es una angosta franja que se eleva desde el suelo hasta por encima de los dedos de los pies. Esa franja permite al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas. Constantemente los voladores provocan llamaradas de conciencia en nuestro campo energético y proceden a consumirlas de manera despiadada y predatoria. Nos otorgan problemas banales que fuerzan a esas llamaradas a crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimentarse de la energía generada por nuestras preocupaciones.

Los chamanes toltecas concluyen que lo único que podemos hacer ante el apetito voraz de estos depredadores, es disciplinarnos hasta el punto de que no nos toquen. Disciplinarse para poder enfrentar con serenidad circunstancias que no están incluidas en nuestras expectativas. La disciplina mental deriva en un arte, el arte de enfrentarse al infinito sin vacilar, no porque seamos fuertes o duros, sino porque estamos llenos de asombro. Como resultado, nuestra energía se torna agria para los voladores, que se desconciertan y nos dejan en paz.

Boomerang

Para las mentes de razón, tales afirmaciones son simples fantasías que se pueden refutar con el primer silogismo a su alcance. Ahora bien, aplicando el raciocinio y la claridad de nuestra mente analítica, intentemos explicarnos la contradicción entre la inteligencia de aquellos científicos que evidencian realidades energéticas de nuestro universo y su creencias ético-religiosas acerca del bien y del mal; de igual forma, retornemos al plano de los seres comunes y corrientes e intentemos dilucidar nuestra tendencia natural para hacernos daño (fumando, violentando, traicionando, emborrachándose, mintiendo, ofendiendo, etcétera), a pesar de ser racionalmente conscientes de que esas conductas no son saludables para nuestro cuerpo ni para nuestro mundo social.

Las observaciones astronómicas determinan que nuestro universo está formado en un 73% por una enigmática energía oscura, un 23% por materia oscura y solamente un 4% por átomos, entonces: no todo lo que vemos es realmente todo lo que existe. La ciencia señala que estamos frente a una realidad energética de la cual una mínima parte es tangible y contradictoriamente el axioma que se establece es que el raciocinio y la observación de lo visible son los únicos garantes para interpretar los eventos del universo.

En 1968, el físico italiano Gabriele Veneziano desarrolló unos espectaculares cálculos que fundamentaron La Teoría de la Unificación o La Teoría de las Supercuerdas –que con dificultad intenta dar coherencia a las asimetrías existentes entre la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica–. Veneciano postula que la materia visible y la no visible se constituyen de partículas unidimensionales que vibran, oscilan y bailan como un elástico infinitamente delgado en un espacio subatómico (como una banda energética, diría la Toltequidad).

En 1930 el científico inglés Paul Dirac realizó ecuaciones a propósito del electrón, y determinó sus propiedades cuánticas cuando se acelera y se acerca a la velocidad de la luz; así descubrió la antimateria. En 1990 el satélite soviético Granar observó una fuente de antimateria que emite esporádicamente señales a través de la frecuencia de onda de los rayos gamma desde unos cientos de millones de años luz. Si la antimateria puede viajar desde los confines del universo, ¿por qué no la conciencia? Sobre todo, si es inorgánica. El astrofísico ruso Andrei Linde ha sugerido que por simple accidente, la Tierra y nosotros mismos estamos constituidos de materia y no de antimateria; de igual forma, es probable que existan galaxias, estrellas, mundos y seres de antimateria en lo que ha llamado un multiverso, que es un conglomerado de universos pegados unos con los otros como pompas de jabón que emergen de la misma fuente de agua jabonosa.

Espejos

La filosofía reduccionista recupera las percepciones matemáticas de la física cuántica y luego sostiene que las maravillas del universo y de la vida son simples reflejos de inquietas partículas subatómicas que danzan al ritmo de las leyes de la física cuántica en un escenario compuesto por un vacío subatómico donde la distancia entre dos partículas es comparable a la existente entre la Tierra y la Luna.

La Toltequidad propone una versión energética del universo y del sentido de nuestras vidas. Carlos Castaneda reflexiona sobre “una sintaxis que exige que variedades de intensidad sean tomadas como hechos, una sintaxis donde nada comienza ni termina; por lo tanto, el nacimiento no es un suceso claro y definido sino un tipo de intensidad, de la misma manera la maduración, y asimismo la muerte… el universo mismo es la carroza de la intensidad y uno puede abordarla para viajar a través de cambios sin fin”.

Para otros lectores de Carlos Castaneda, la Toltequidad otorga una sintaxis que prescinde de un objetivo de triunfo y la claridad se percibe como una experiencia a la cual se arriba con la certeza de que no hay absolutos. Cuando el cuerpo recuerda a un poder ancestral, la mente prescinde del sujeto, y la forma se vuelve un catalizador que desintegra nuestra importancia personal transformando a la experiencia energética en la esencia misma de la vida.

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