Desde 2015, en 267 ataques, supremacistas, hombres, asesinaron a 91 ciudadanos, en su mayoría afroamericanos y latinos

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

El terror en Estados Unidos tiene formas que otros países occidentales desconocen: ciudadanos con derechos y libertades que creen que defender a la nación implica sembrar el terror, armados y amparados por jueces, políticos y policías y una interpretación primitiva y literal de la Constitución. Y tienen un partido de mayorías, el Republicano. El terror político no es nuevo en Estados Unidos, pero se ha convertido en una amenaza mayor en las últimas décadas. Se registraron 1.040 ataques terroristas entre 1994 y 2021, compilados por el Center for Strategic and International Studies (CSIS), un think tank de Washington D. C. enfocado en análisis globales. Donald Trump dejó la Casa Blanca denunciando un fraude electoral inexistente. Grupos de la ultraderecha, desde 2015 planearon o ejecutaron 267 actos de terror, en los que murieron 91 personas.

La violencia de la ultraderecha blanca ha producido una respuesta en el otro extremo del arco político: el terror de la extrema izquierda, dice CSIS, creció también en los últimos años, pero aún representa una fracción de los asaltos de la ultraderecha. Mientras unos atacan a civiles —sus víctimas representan a todas las minorías (negros, musulmanes, inmigrantes, asiáticos, LGTBIQ+)—, clínicas para abortar o iglesias, los otros intentan reventar oleoductos y cuarteles policiales. ¿Qué dice esto? No hay balanza con dos demonios: la extrema derecha es la responsable sustancial del clima de dientes apretados en Estados Unidos. Sus actos terroristas se dispararon tras la elección de Barack Obama, el primer presidente negro de la historia estadounidense. Desde entonces, grupos como Proud Boys, Three Percenters —una organización parapolicial anti Gobierno federal—, los conspiranoicos de QAnon, los Oath Keepers —muchos de ellos expolicías y exmilitares— o los etnonacionalistas xenófobos de VDARE reclutaron nuevos miembros, movilizaron a la militancia e hicieron más visible su propaganda en las redes sociales. La elección de Donald Trump catapultó el autoritarismo, la destrucción de la llamada institucionalidad democrática y el asalto de la insurrección que tomó el Capitolio en enero de 2021 para evitar la certificación de Joe Biden.

El terror político es siempre hijo de una vanguardia más o menos iluminada ungida por un dios humano: un grupo se apropia de las angustias, ansiedades y miedos, de las expectativas irresueltas y de los prejuicios, y los emplea para obtener ganancias políticas con un alto impacto psicológico. Trump indujo a invadir el Capitolio —“If you don’t fight like hell you won’t have a country anymore”— y, tras ello, no solo defendió a los criminales que gritaban “¡Cuelguen a Mike Pence!” —para él, es de “sentido común” que la gente quiera ahorcar al vicepresidente si no apoya sus quejas por un (inexistente) fraude electoral— y ha seguido alentando el discurso destituyente para encender los ánimos de su electorado hacia las elecciones presidenciales de 2024. El terror político no acaba en la retórica: necesita actuar. Atormentar a los demás hasta que renuncien a la convivencia y se sometan. Tampoco precisa ser mayoritario. Anne Applebaum lo escribió en su libro ‘Twilight of Democracy’: la democracia debe justificarse a diario, tan joven e imperfecta; la violencia —partera de la historia, dijo uno— tiene seducción milenaria. Resentimiento, miedo y revancha condimentan el caldo social y político. La teoría del gran reemplazo está en el corazón del etnonacionalismo, agrupado con y más allá de Trump. Desde Estados Unidos a Hungría o Italia, gana tracción la noción de que los blancos están siendo desplazados por minorías gracias a supuestas políticas migratorias laxas de los gobiernos y a que esos indeseables tienen una tasa de reproducción mayor. El gran reemplazo no es una ocurrencia crecida en la marginalidad económica o en el activismo descerebrado. Muchos de quienes asaltaron el Capitolio ni eran ‘rednecks’ ni eran ‘hillbillies’ sin dientes: eran personas de clase media, hombres y mujeres de mediana edad sin vínculos llamativos con organizaciones de la ultraderecha. Mr. John y Mrs. Daisy, vecinos de la cuadra, son blancos atemorizados por el mestizaje o, de otro modo, el cambio. Una infantería informal, enardecida por la vanguardia ultra: el terror vuelto acto social más o menos masivo, asimilado por cientos de miles o millones de personas como una normalidad. El miedo como catalizador.

Un trabajo del Chicago Project on Security & Threats (CPOST), un centro apartidario de la Universidad de Chicago dedicado al análisis político-económico, encontró una respuesta inquietante: la motivación racial es profunda en los activistas de ultraderecha. Cuando analizó los casos de los 377 detenidos por el asalto al Capitolio encontró que esos hombres —casi todos blancos— provenían de 44 de los 50 estados del país. O sea, tanto de territorios republicanos como demócratas. Entonces ¿qué los unía? La mayoría vivía en condados donde la población blanca no latina se había reducido significativamente. Los asaltos no son demasiados, pero sirven a la espectacularización. Los medios amplifican el suceso y las redes ensanchan las interpretaciones. Medios de propaganda de la ultraderecha —como Fox News o Breitbart y One American News— justifican o minimizan los actos bajo el presupuesto de que se trata de ciudadanos indignados. La convivencia en las plataformas de internet copadas por la ultraderecha refuerza el sentido de pertenencia presentando a los criminales como héroes de la causa. Los intercambios en las redes contribuyen a alimentar el temor civil. El miedo es una conversación social de la que todos participamos.

El terror ha encontrado nuevas formas de propagación en las redes, un café abierto, multitudinario y transfronterizo. Las cámaras de eco y las burbujas de filtración permiten crear universos a medida, encapsulan y segmentan, facilitando que cada quien crea lo que quiere creer y lo refuerce en el ida-y-vuelta con la tribu de semejantes. Los algoritmos seleccionan información con base en los datos/rastros que deja nuestro comportamiento digital, de manera que quien desee vendernos algo —desde unos zapatos a una idea— pueda seguir esas preferencias. Por elección propia o por efecto de los algoritmos, las redes crean cámaras de eco que nos sobreexponen a ideas afines y producen burbujas de conformidad eliminando la información que nos contraría, como si fuéramos bebés entre algodones, para no lastimarnos al caer.

La pérdida de certezas hace desastres con la psique humana. Al sostener la idea de una amenaza existencial a la cultura, religión, raza o nación que somos —una noción enarbolada por todos los populismos y todos los autoritarismos—, la narrativa de la securitización obliga a los patriotas a desplazar a Los Otros que no son parte de El Pueblo elegido a través de la confrontación. Y la confrontación incrementa el riesgo de la explosión violenta, social o institucional. “Los académicos se cuidan de no producir comentarios ligeros que actúen como aceleradores de creencias demoníacas sobre las redes sociales y su vínculo posible, probable o real con la violencia —escribí hace no mucho—. Pero, en climas de polarización marcada, grietas y desestructuración del diálogo, personas radicalizadas pueden crear círculos cerrados de comunicación con otros fanáticos y dar el paso indeseado y convertirse en terroristas digitalizados”.

El intento de golpe de Estado del Capitolio repuso que los blancos que temen perder la América anglosajona pueden darse la mano con extremistas y, potenciados por la tribalización y un líder populista autoritario, salir a la calle a destrozar la convivencia ordinaria. Las redes solo son una herramienta, un escenario de intercambios, como los viejos cafés y bares, pero es la calle —metafóricamente, la movilización de masas— la que aún constituye un factor central de la acción política: alguien debe hacer después de decir. “Hay gente que tiene visiones extremas y consume cosas extremas, y, si les das eso, es extremadamente probable que dispare reacciones”, dijo Karsten Müller, un especialista en políticas públicas de Princeton University que investigó la relación entre Facebook y la violencia racial.

En un solo mes de 2020 —marzo—, el FBI registró casi cuatro millones de verificaciones de antecedentes para comprar armas en todo Estados Unidos. Más de un millón de esas verificaciones ocurrieron en solo siete días: cuando la Casa Blanca ordenó los primeros confinamientos por COVID. Los especialistas creen que detrás de esa prisa nerviosa hay millones de personas temerosas de un Armagedón social. Las teorías conspiranoicas suelen dibujar este escenario: ante una crisis mayor, cuando reinen el pánico y la anarquía, las fuerzas de seguridad serán incapaces de mantener el orden si el Gobierno federal decide restringir los derechos individuales —como fueron los confinamientos de la pandemia— y, en un avance colectivista, crea una tiranía. No es una idea absurda. El protagonista de buena parte de los crímenes masivos perpetrados en Estados Unidos es un individuo que decide corregir las cosas porque, sostiene, nadie hace lo correcto. El terror blanco volverá a incrementarse en los próximos meses, liderado por la ‘víctima’ Donald Trump, un obsesivo compulsivo por regresar a su Casa Blanca, de sus Estados Desunidos de América. 

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