Esculpido en barro y lodo – Desde El Rincón
14 Jun. 2024Inosente Alcudia Sánchez
El hombre gozaba de una bien ganada notoriedad en los caseríos que se asentaban en las escasas tierras altas de la comarca Tepetiteca. Desde muy joven, se había internado en los laberintos de aquella región inhóspita y, junto a desventurados que buscaban una nueva vida o huían de la que tenían, exploró las profundidades del monte. Allí, aprendió a resistir las penurias del aislamiento y aprovechó a memorizar las cosmovisiones y las historias del día a día de los poblados más remotos. También experimentó las muchas violencias que escondían esas existencias solitarias; sufrió el frío y el hambre del desamparo y conoció los miedos –múltiples y distintos– de saberse indefenso ante las crueles expresiones de la naturaleza. Coincidió con malogrados cazadores extraviados por los duendes de la montaña, con codiciosos traficantes de joyas prehispánicas, con delincuentes que preferían pagar sus crímenes en el destierro, con candorosos buscadores de tesoros y con gente noble que solo quería un lugar dónde hacer florecer sus esperanzas. Fue una etapa formativa, de la que salió cargado de historias increíbles, afectos inquebrantables, conocimientos inusitados y –no lo sé de cierto- dos o tres raspones en el alma.
Gracias a una razonable cuota de fortuna y virtud, sobrevivió a las adversidades y a la desgracia, y en aquellas minúsculas aldeas condenadas a la penuria, el hombre fue imprimiendo su huella de gente buena. Sí, era un hombre noble, digamos que un salvaje domesticado que procuraba hacer el bien a sus prójimos y, al mismo tiempo, una especie de evangelizador que intentaba sanar rencores mortales poniendo en práctica las enseñanzas bíblicas allá donde la ley era inexistente o la del más fuerte. Así, al paso de los años, en rancherías y ejidos no solo lo reconocían por el color pálido de su piel, por sus ojos claros y su rostro anguloso, sino también por sus favores desinteresados, su generosidad sin distingos y sus lecciones que trascendían los improvisados recintos donde desfogaba su vocación de predicador.
Era un hombre apreciado, al que vaqueros y campesinos saludaban con respeto y afecto cuando coincidían en los solitarios caminos que él recorría a diario para cumplir su apostolado. No era raro que desde las casas de jahuacte y guano que se esparcían a lo largo y ancho de los humedales, mujeres, varones y niños lo invitaran a acercarse. Entonces, sin desmontar de su caballo, él agarraba largas pláticas mientras mitigaba el calor con dulcísimas bebidas de frutas de temporada (mango, naranja, tamarindo, guayaba, nance) en las que prevalecía el fresco sabor de tierra que tiene el agua de las tinajas.
El hombre era un sabio. Conocía el mapa de las estrellas e interpretaba la apariencia de las constelaciones. “Mira”, decía, “esa es la Santa Cruz… y, a como está, van a tardar en llegar las lluvias”. Le bastaba escuchar el croar de las ranas para predecir la creciente de los ríos, y sabía todas las historias, festivas o dramáticas, de la vida en los popales y en el resto del mundo. En el tupido abandono de aquellos montes plagados de pensamiento mágico y atraso, lejos de cualquier asomo civilizatorio, su sapiencia era una excepción benefactora. A veces, a deshoras, llegaban a buscarlo afligidos vecinos que pedían su auxilio terapeuta. No era doctor ni curandero, pero tenía un botiquín bien surtido y el conocimiento indispensable para atender las urgencias sanitarias del aislamiento. Rescataba del apuro a los afectados por cólicos inesperados; curaba heridas fruto de machetazos, cornadas y hasta de algún accidental –o no– disparo de escopeta. En ocasiones tenía que desplazarse varios kilómetros para inyectar a algún enfermo en cama. No cobraba por sus servicios de improvisada enfermería y, a cambio, acumulaba el agradecimiento y el respeto en las comunidades. Guardaba y cuidaba con empeño inusitado varios libros de medicina y herbolaria, los cuales había leído y releído hasta descifrar el remedio de muchos de los males que afectaban la salud de aquellas familias remontadas.
Así como no era médico, tampoco era peluquero. Sin embargo, tenía la tijera, el peine y el pulso necesarios para ejercer con propiedad ese oficio. En el patio, a la sombra de unos naranjos, dedicaba muchas tardes a la atención de niños y adultos que lo buscaban para que les cortara el cabello. Y para recibir sus consejos. Ahí mismo, en pláticas que se prolongaban hasta el anochecer, con su sabia mesura, ayudaba a resolver desencuentros familiares y proponía acuerdos para la solución de rencillas que amenazaban con violentar la paz en los caseríos. Igual fungía como árbitro en la elección de las autoridades de la comunidad y, en los comicios constitucionales, cuidaba que los encargados cumplieran el protocolo electoral.
Desconozco dónde aprendió el oficio de ebanista y carpintero, pero aquel hombre, a fuerza de hacha, serrucho y cincel, construyó un “cayuco”, como se conoce en esos rumbos a las embarcaciones que son labradas y, literalmente, extraídas de enormes árboles de madera dura. Alguien le vendió un gigantesco cedro, estratégicamente bien ubicado en el borde de uno de tantos arroyos que nomás se llenan de agua en temporada de creciente. El centenario vegetal era el único sobreviviente de su variedad y tamaño en una zona devastada por la milpa, y hubo que dedicarle muchos días para, primero, derribarlo a fuerza de hachazos y, después, durante meses, desbastar y escarbar el tallo hasta darle su forma alargada, náutica. Para ese entonces, a medio año de haber empezado las tareas, habían llegado las lluvias y los innumerables arroyos secos recobraban la alegría de sus corrientes, incluyendo el que escurría a unos metros del árbol desbrozado. Todavía era un pesadísimo madero, un borrador maltrecho de la canoa que sería, y para moverlo hubo que auxiliarse de dos caballos y varios ayudantes que con ingenio lograron echarlo al agua. Flotó y, sin sobresaltos, el hombre lo capitaneó esquivando remolinos y vacas ahogadas, hasta el embarcadero donde siguió cincelando la metamorfosis que lo convirtió en un cayuco hecho y derecho, con la calidad para surcar, sin fecha de caducidad, la maraña acuática de los pantanos.
Con el tiempo y la experiencia, amainaron sus arrebatos trashumantes. Detuvo su peregrinar de misionero, fijó su residencia a la orilla del río y, con el esfuerzo de varios años, consiguió forjar un pequeño patrimonio que, con la marca de su buen nombre, lo hizo parte de la arcaica élite de propietarios en aquella sociedad prehistórica, rudimentaria, de trueque, caza, pesca y recolección. Lo suyo no eran los negocios. Su desapego a los bienes materiales y su generosidad franciscana, provocaron que cada nuevo emprendimiento fuera, en realidad, un recomienzo que iba diluyendo su reducido capital hasta que, entrado en edad, se dedicó a cobrar los réditos de su apostolado magisterial. Empero, había acumulado lo mejor de sus memorias, con las que improvisaba inacabables narraciones fantásticas que embelesaban por horas a sus escuchas. Nunca abandonó el hábito de la lectura y, aunque con la modernidad disminuyó su afición a los noticieros radiofónicos, no perdió la curiosidad por las novedades que a diario conmueven al planeta. Un día, quizás cuando ya no tuvo a quién cantarle, dejó de tocar la guitarra y de tararear canciones que evocaban tiempos irrecuperables, pero siguió disfrutando el buen tabaco y sufriendo por amores imposibles.
En los albores del siglo XX los abuelos llegaron desde el otro lado del mundo. Más tardaron en desembarcar y poner pie en tierra firme que en desperdigarse hacia lo profundo de los humedales, aprovechando los ríos que escurren al Golfo. Aquellos intrépidos varones extraviaron sus sueños en los pantanales para que, como estaba escrito desde el origen de los tiempos, el hombre de esta historia naciera a la vera del río Tulijá y, desde ahí, su descendencia se dispersara por los cuatro puntos cardinales, impelidos por los genes nómadas de sus ancestros abrahámicos. En ocasiones, con el mismo ahínco con que extraño la risa de Daniel, echo de menos su presencia, y acepto que hay tardes en que he necesitado con apremio de sus juiciosas palabras. Acaso es porque aquel personaje que todo lo sabía, esculpido con el barro de los ríos y el lodo de los pantanos, el profesor que sembró sus enseñanzas en olvidadas escuelas rurales, es mi padre.