Inosente Alcudia Sánchez

El reformismo impulsado por el presidente Andrés Manuel López Obrador se ha materializado en cambios en la estructura y funciones del gobierno, aunque no se ha logrado concretar plenamente su furor transformador (destructor, según muchos). Están pendientes modificaciones constitucionales que alterarían el arreglo del poder Ejecutivo y del Estado Mexicano, tales como la elección popular de los ministros, magistrados y jueces, la desaparición de la representación proporcional, la militarización permanente de la seguridad pública y la eliminación de los órganos de autonomía constitucional. Sin embargo, hay rasgos predominantes que permiten ir configurando una caracterización básica de lo que ha sido la administración pública en la 4T.

Planeación vs. Improvisación. Desde los años 30 del siglo pasado, la “planeación democrática del desarrollo nacional”, fue un instrumento para establecer una base de objetivos y prioridades nacionales y dar orden y orientación a la acción del gobierno y la sociedad mediante un Plan Nacional de Desarrollo (PND). En contraste con los anteriores, el PND 2019-2024 sustituyó los diagnósticos sectoriales con argumentaciones de carácter político-ideológico. A pesar de describir los programas prioritarios, este Plan carece de los soportes técnicos indispensables y de indicadores de evaluación, acercándose más a una plataforma electoral que a un programa de gobierno. La 4T ha privilegiado el arte de la improvisación. Las obras y acciones emblemáticas del sexenio, como el Tren Maya, la refinería Olmeca, el AIFA o el INSABI, evidencian una falta de planeación y sus consecuencias: transgresiones a las leyes, atropello de derechos, desmesurado incremento de los costos, opacidad y discrecionalidad en el ejercicio de los recursos, así como incentivos a la corrupción. El analista Sergio Sarmiento lo resume de la siguiente manera (Reforma, 17/07/24): “El Presidente ha querido hacer del Tren Maya un emblema de su gobierno y lo ha logrado. El proyecto es hoy un ejemplo para el mundo de cómo una obra faraónica y opaca, mal planeada y ejecutada, puede dejar a las generaciones futuras con una sangría económica y una dolorosa devastación ecológica”.

Honestidad vs. Experiencia. La política ha sido la gran limitante para la total implantación del servicio civil de carrera en la administración pública. Aunque desde la década de los 80 se promueve la mejora en las capacidades técnicas y administrativas del personal federal, han sido pocas las instituciones donde ha funcionado el sistema para fortalecer las competencias de la burocracia y garantizar su permanencia en el servicio con base en el mérito. En general, aunque persistió la inestabilidad laboral en los cargos de confianza, durante los últimos gobiernos se había venido formando una burocracia de mandos medios especializada, la cual fue desplazada por los cuadros de la 4T: una colonización de los cargos altos y medios por personal sin experiencia ni formación técnica y administrativa para desempeñarlos. La nueva política de recursos humanos se fundó en el principio obradorista: “90% honestidad (lealtad), 10% experiencia”, sin reconocer que, en democracia, la burocracia guarda lealtad a la institución y no es un cuerpo militante/ideológico/partidista.

Austeridad vs. Racionalidad. La austeridad es uno de los principios básicos de la administración. Evitar el dispendio, generar economías, hacer más con menos, eliminar los lujos son frases recurrentes de la retórica pública y de la práctica privada. Para contrastar con el evidente derroche de los gobiernos neoliberales, la 4T ofreció aplicar una estricta “austeridad republicana” que, con el combate a la corrupción, ofrecía eliminar excesos de los funcionarios y sobrecostos en las obras y adquisiciones públicas. Aquí la experiencia ha sido contrastante: mientras que en algunas oficinas se llegó a carecer de lo indispensable y se cancelaron programas prioritarios, para las obras emblemáticas no hubo límite presupuestal, llegando en algunos casos a duplicar la inversión originalmente estimada; además de erogar cuantiosos recursos en acciones sin soporte técnico ni presupuestal, como la Megafarmacia. La política de austeridad se acomodó en la retórica política y naufragó ante la falta de racionalidad en el ejercicio del gasto público, legando un enorme déficit fiscal y compromisos presupuestales que podrían convertirse en serios problemas financieros para el segundo piso de la 4T.

Voluntarismo vs. Legalidad. La administración pública funciona sobre un imbricado sistema jurídico. Desde la Constitución General de la República hasta los reglamentos y manuales internos de cada dependencia, son múltiples las normas que regulan el servicio público. Por ello, todas sus acciones están soportadas en uno o varios ordenamientos jurídicos: “Con fundamento en…”, es justificación indispensable en toda comunicación oficial. La estructura del gobierno se mueve gracias a ese entramado de procedimientos, funciones, atribuciones, organigramas, plazos y decisiones que acotan el quehacer burocrático. A la 4T, esta administración pública le pareció un “elefante reumático” y en lugar de emprender una reforma administrativa (sin duda, necesaria), optó por un voluntarismo político-militar que puso el deseo presidencial por encima de la normatividad vigente. Con base en decretos de seguridad nacional y de la mano de las fuerzas armadas, la 4T ejecutó sus proyectos con discrecionalidad, en desacato de disposiciones judiciales y sin cumplir los principios mínimos de responsabilidad hacendaria, de transparencia y rendición de cuentas. Será difícil calcular el costo de esta forma de gestión, pero no serán pocos los daños que resulten a la hora de las evaluaciones.

Evaluación vs. Otros datos. La 4T es alérgica a las evaluaciones. Hasta la Auditoría Superior de la Federación ha tenido que moderar sus revisiones a los ejecutores del gasto público y, en el sector educativo –por mencionar un hecho preocupante- desaparecieron los estudios que den cuenta del estado de la educación en nuestro país. Al presidente no le agrada que se expongan datos con resultados negativos de su gobierno. En el 2020, cuando la economía nacional parecía atascada, AMLO descalificó al PIB y anunció que estaba trabajando en un índice “alternativo” al Producto Interno Bruto. La 4T avanzó con las cifras que le eran favorables (la disminución de la pobreza, el incremento al salario, por ejemplo) y con “otros datos” que significaron una especie de evasión de la realidad. Después de la planificación más estricta, la evaluación independiente es el insumo principal para el mejor desempeño del gobierno. Sin datos verificables en muchos rubros de la vida nacional y con información clasificada de casi todos los ramos administrativos, llevará tiempo desentrañar el desempeño administrativo de la 4T.

La administración pública no es adversaria de la política; es el instrumento con que el Leviatán se relaciona con los ciudadanos, proporciona servicios, garantiza derechos, promueve el desarrollo. Atrapados entre Sociedad Civil y Sociedad Política, a los burócratas corresponde conciliar demandas e intereses de ambos bandos y, en ese trance, resistir al estigma de “elefante reumático”. La administración pública no aprueba las normas que tiene que cumplir ni define los objetivos de gobierno.

Ojalá que, en el segundo piso de la 4T, la previsible estrechez presupuestal y la obligada reorganización del aparato de gobierno extirpen la improvisación en los programas públicos. Es crucial que se atiendan los criterios de “legalidad, honestidad, eficiencia, eficacia, economía, racionalidad, austeridad, transparencia, control, rendición de cuentas y equidad de género” en el ejercicio de los recursos y se recupere la profesionalización del servicio público.

En resumen, para mejorar la administración pública, sería necesario un enfoque más equilibrado que combine honestidad con experiencia, planeación con flexibilidad, y austeridad con racionalidad, siempre dentro del marco de la legalidad y con un compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas.