Si la historia ha puesto a prueba el valor funcional de la palabra como elemento favorable al desarrollo de la civilización, la frivolidad que determinadas relaciones sociales le asignan a su uso cotidiano rebaja el significado que como bien intangible acarrea para los pueblos del mundo. Al transferirle los vicios que las formas de convivencia humana padecen como efecto de subordinarlas a los intereses del sistema económico que lleva la vida planetaria al borde de la extinción, en la esfera del trato personal se reduce la eficacia de los procesos comunicativos y expresivos como factor de equilibrio y de reconocimiento mutuo.

En un estado de cosas en el cual la dependencia pasiva a los artefactos electrónicos es un hecho generalizado, se hace cada vez más aguda la enajenación y más grande el distanciamiento emocional de los individuos con sus semejantes; los vínculos verbales parecen haberse desplazado a la manifestación de asentimientos y negaciones superficiales, a percepciones disminuidas de los lazos que unen a los seres más allá de su encuentro circunstancial.

La especie humana recorre de prisa el camino de sus tendencias autodestructivas practicando implacable el expolio de la naturaleza. Sin respeto para sí y para la Madre que la aloja en su seno, alienta costumbres que son reflejo fiel de una conciencia dividida y alienada, efecto que se revela por completo en actos y representaciones de pensamiento. En un estilo de vida que privilegia la avidez y el consumo compulsivo es difícil hallar coincidencias de fondo entre un discurso que solamente borda formalidades sociales y la disposición efectiva a ponderar, con genuino respeto, las cualidades del interlocutor en turno.

Si el arte en su expresión más acabada refleja el núcleo vital de la experiencia vivida y por ello conmueve y apela a la sensibilidad de quienes lo reciben, concuerda con la predisposición humana al trabajo como medio para adaptarse al ambiente y para conducir sus realizaciones hacia formas satisfactorias de sentirse parte de una comunidad en la que todos sus integrantes puedan ser dignos de aprecio, no sólo por sus afinidades sino también por sus diferencias, sobre todo cuando se cultiva la voluntad de juzgarlas en términos complementarios. Este principio es aplicable a los valores que subyacen en las obras literarias.

Ermilo Abreu Gómez tenía en especial estima las palabras de Jean-Paul Sartre cuando afirmaba: “El estilo es la suprema cortesía del autor para su lector”. Y el literato yucateco añadía: “A veces, cortesía estéril que el lector no percibe. De ahí su desdén hacia grandes páginas y su preferencia por verdaderos engendros de vulgaridad y de mal gusto”. No está de más señalar que una cortesía como la que exaltan las palabras citadas tiene sentido cuando el propio escritor la manifiesta también para su obra, haciendo de ella un producto extraído de la profunda complejidad de su ser, tras haberlo sometido al ejercicio disciplinado y metódico de su oficio. Porque en este caso la recepción de ella, aun sin ser masiva, corresponderá a quienes hayan desarrollado su capacidad para apreciarla: muchos, pocos o ninguno, según las condiciones del medio social en que se gesta, acorde con las circunstancias de cada momento y como signo de madurez del criterio.

Para fortuna de Ermilo Abreu Gómez y en bien de las generaciones sucesivas de lectores suyos, algunas de las obras salidas de su pluma obtuvieron el reconocimiento que le aseguró un lugar destacado en la memoria colectiva. El contenido de ellas toca aspectos fundamentales de la vivencia profunda del mundo, tamizándolos con los recursos que las letras aportan, tanto para transmitir valores duraderos como para ensayar tentativas de vida plena y responsable, incluso frente a las realidades más inquietantes.

Presentan: Mauricio Bares y Rosely Quijano