LA COVACHA DEL AJ MEN

Claudio Obregón Clairin

Extrañamente, aquella noche Juan no llegó borracho a su cuarto de azotea. María lo esperaba con una telera y un café, lo recibió jovial y perfumada. Juan se sentó en la mesa de plástico sin decir media palabra, dio un sorbo a su café y de soslayo miró la cama donde su hijo dormía. Juan era un tipo misterioso, escondía sus intenciones y pensaba que la gente debía enterarse de lo que hacía cuando lo había concluido; con la boca llena de pan y sin mirarla, espetó a la madre de su hijo:

—En una semana nos vamos a vivir a Cancún, ponte a empacar.

María fue educada para recibir órdenes. Juan la había acostumbrado a que sus determinaciones eran leyes irrevocables, de cada decisión autoritaria, ella buscaba la parte positiva; María pensó en la playa, en los lujosos hoteles, en los mariscos y proyectó la figura de Juanito nadando en las playas del Mar Caribe. Su relación amorosa había sido un fracaso y, en consecuencia, el único sentido de su vida era ver crecer feliz a su hijo.

Después de dos años, Juan pudo dar el enganche de una casa de interés social en la Región 119. Trabajaba como capturista en un despacho de abogados situado en la avenida Palenque. María iba al supermercado, buscaba las ofertas y luego cocinaba. Juanito había tocado el agua del mar en dos ocasiones y cada domingo esperaba que su padre le cumpliera la promesa de llevarlo a conocer una de las famosas islas de las cercanías de Cancún, en una de ellas —le contó una vez— “viven solamente mujeres”.

Juan descansaba los domingos y al despertar, inmediatamente se encaminaba a la tienda para comprar las cuatro cervezas que necesitaba para curarse la borrachera de la noche anterior, destapaba una cerveza y prendía la televisión. Al iniciar el primer tiempo del partido de fútbol, María le servía un caldo bien picante o unos chilaquiles verdes, en el segundo tiempo, Juan la mandaba a comprar más cervezas. Juanito observaba desde una ventana a los zanates quienes insolentes gritaban en las ramas de un almendro que daba sombra a su casa y se preguntaba: ¿por qué el mar es azul igual que el cielo?

En una ocasión, Juan llegó borracho a su trabajo y fue despedido, luego Juanito enfermó de viruela, su padre no se ocupaba y dormía hasta bien entrada la tarde. Los ojos de María estaban hinchados, rojos y nublados, en esos días empezó a odiar a Juan. Cuando Juanito se alivió, una vecina la invitó a bailar al salón Terraza Peraza y le preguntó: ¿oye, por qué si dices que sabes algo de inglés no vas y llenas una solicitud de trabajo en la zona hotelera y a ver qué pasa?

Dos días después, María se armó de valor y a escondidas de Juan se presentó en la oficina de Recursos Humanos de un hotel que tenía como principal actividad la venta de tiempo compartido. Tuvo mucha suerte y le ofrecieron trabajar como concierge. Cuando entró a su casa, María, temerosa, le dio la noticia a Juan… en lugar de recriminarla como ella esperaba, la felicitó, luego le dio un beso en la frente y un fuerte abrazo; toda la noche estuvo pensando que su mujer ganaría en una semana, lo que él en un mes. Cuando María cobró su primer salario, Juan empezó a golpearla física y moralmente, le creaba culpas y con el pretexto de celarla, el capitalino se las arregló para que su mujer se dirigiera de su casa a su trabajo y viceversa.

Meses después, la vecina que aconsejó a María para que buscara trabajo, se cansó de escuchar los gritos de dolor de María que cotidianamente retumbaban en el muro de su recámara y se armó de valor para denunciar a Juan ante la Procuraduría de Protección a la Mujer. María tuvo entonces la extraordinaria oportunidad de independizarse y rentó un departamento. Su rostro cambió, dejó de tener al sufrimiento como único estilo de vida. Durante algún tiempo y por las noches, se descubría sin dolor y dudaba al enfrentar esa inédita atmósfera de paz, luego abrazaba dulcemente a su hijo y soñaba que estaba despierta.

Juan visitaba de vez en cuando a Juanito y después de seis meses, finalmente consiguió un empleo en el departamento de contabilidad de una agencia de viajes. Durante algunos meses pasó una pensión obligatoria a Juanito pero como María ganaba mucho más dinero que él, siempre encontró la manera de evadir su responsabilidad. Una mañana nublada y con peligro de lluvia torrencial, Juan fue a pagar su recibo telefónico. Después de pasar 10 minutos en la fila, un profundo perfume desactivó sus pensamientos, volteó con extrema ansiedad, encontró los ojos más sensuales y los labios más carnosos que jamás había tenido delante de sí, sentía que lo saludaban en complicidad aparente. Juan se acercó a la alta y atractiva mujer, tartamudeando le dijo: Creo que tetete conozco pepero no recuerdo bien ¿cómo te llamas?

Escucha cariño —le dijo la exuberante trigueña de acento norteño—, no te conozco pero te puedo desconocer en cualquier instante, además, la primera regla del galanteo en un caballero que se estime como tal, es dar su nombre, mirando fijamente a los ojos de la mujer que se quiere seducir y deberías hablar con una voz más varonil, aunque la tengas que falsificar.

Juan quedó estupefacto al constatar que estaba delante a una mujer excepcional, elegantemente lo había evidenciado y le sonreía con picardía y sensualidad. Esa mañana Juan salió apuradamente del lío con una frase de Julio Cortázar que encontró en la Internet: «Entonces no podemos separarnos sin antes habernos encontrado».

Durante un par de semanas, Juan la invitó a comer en varias ocasiones, curiosamente, la trigueña nunca le aceptó una invitación a cenar. Juan se enamoró ciegamente y se compró la idea de que aquella mujer se la había mandado el destino para enmendar su fracaso con María. Pronto se percató de que sus ahorros se estaban acabando y todavía no la había besado, así que la invitó a ver una película y ahí, en lo oscurito, pensaba darle un beso. La película resulto bastante menor, compartieron las palomitas pero Juan no se atrevió a besar a la trigueña; luego caminaron un rato bobeando delante a los escaparates de las tiendas de Plaza las Américas. Se cruzaron de frente con María quien caminaba tomada de la mano de una amiga que portaba el cabello corto, una camisa transparente y los pantalones muy entallados. Juan no supo qué hacer ni para dónde voltear; en cambio, María era dueña de sus movimientos, volteó su rostro para cuchichear con su amiga, ambas rieron y apuraron el paso.

Un viernes, Juan fue invitado por sus compañeros de trabajo a un antro en la Plaza 21, celebrarían el cumpleaños del jefe de operaciones y le pidieron una cooperación de 200 pesos para que entre todos le invitaran al festejado unos «table dance» y una botella. Cuando llegaron al antro, las luces del centro de pasiones contenidas evidenciaban una atmósfera saturada de humo de cigarro; Juan se sentó con los muchachos de contabilidad y sonó el teléfono celular de uno de ellos:

—Bueno… hola mi amor… aja, aja, claro, por supuesto… no, no te preocupes… lo haré… este… estoy en una cena de trabajo… ajá…

De pronto irrumpió una voz aguardentosa: Y ahooooora, con uuuustedes; la inigualable, la única y sensual; el tooorbellino de Sinaloa: Vaaaaneeeessssa.

Juan no participó de la burla a su compañero que estaba al teléfono porque un intenso frío recorrió su cuerpo. Su seguridad se desplomó, se le cerró la garganta y sintió que habitaba un cuerpo ajeno. Vanesa era la trigueña.

Ella reconoció a Juan, orgullosa de mostrarse ante el iluso capitalino, se desvistió enfrente de sus ojos llorosos. El padre de Juanito se mordía los labios y más contrariado que excitado, observaba el movimiento serpentino de Vanesa quien se postró delante a su rostro y suavemente se despojó de sus prendas íntimas abriendo y cerrando sus bien torneadas piernas. A Juan lo cubrió la idea de que era el protagonista de un cuento, que su vida no era para nada especial y que seguramente el cuento lo leería María retorciéndose a carcajadas en una cama con acompañante. Juan no supo si fueron dos o tres las canciones que Vanesa bailó, pero registró como una pesadilla el momento en que el jefe de operaciones pidió al mesero una botella de ron blanco y señaló a la trigueña para que la llevara a su mesa. Vanesa pasó «cuasi vestida» justo enfrente del llanto interno de Juan, se postró de inmediato en las piernas del jefe de operaciones y empezó a jugar con su corbata.

En el momento en que Vanesa colocó bruscamente sus senos en el rostro de su cliente, Juan se dirigió a la caja, pagó su consumo y el pase de salida lo botó con coraje en una coladera. Caminó durante dos horas, llegó a su casa, abrió la puerta y no volvió a salir a la calle en tres días. Perdió nuevamente su trabajo, luego llamó a María para saludarla con el pretexto de ver a Juanito. Ella le dijo que podía pasar a ver a su hijo cuando quisiera. Juan llegó el día acordado con un ramo de rosas y una nota que decía «Te admiro, quiero ser tu amigo». María leyó el pensamiento y le dio las gracias, luego se disculpó porque la estaban esperando.

—Pero yo quería platicar contigo —dijo Juan y María le contestó— ahora no, quizá en otra ocasión, me tengo que ir. Te recomiendo que lleves a Juanito al parque que está en la esquina y por favor no lo traigas después de las ocho, bye.

Salieron juntos, María le dio un beso a su hijo y guiñó el ojo izquierdo a Juan, cruzó la banqueta y se subió a un convertible rojo que conducía una mujer de suaves modales y una sonrisa plena. Juan llevó a su hijo al parque, columpió a Juanito en silencio, respiró profundamente, los recuerdos de su infancia se mezclaron con los niños que delante a sus ojos jugaban a ser adultos, cuando Juanito bajó del columpio, lo abrazó y al oído le pidió: Papi, cuéntame otra vez la historia de la isla donde viven solamente mujeres…

 

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