Quien se comunica eficazmente con los niños mantiene una conexión fluida con la energía primordial que convierte la imaginación en vehículo de diálogo, y transforma el lenguaje en un don intangible que circula, vigoroso y dúctil, por sendas y regiones que muchos adultos vuelven intransitables. Cuando abandonan lastres y asimilan experiencias profundas, las personas que suman años de provecho en la exploración del mundo conducen su voz a un encuentro fresco preservando la lozanía de su propia infancia, sabio reducto del alma sustraído de la sequedad en que dominan los embates de la rigidez y de los sentimientos postizos, sediento de alojar valores espontáneos que la vida provee.

Brenda Alcocer (1947-2012) cultivó los frutos de una madurez que se expresa en una obra serena y discreta, junto con otras cualidades que hacen disfrutable su lectura. También inspiran recuerdos el regocijo y el compromiso con que se entregó a su trabajo en una biblioteca citadina que hoy lleva su nombre, en un empeño que estimuló el desarrollo de una comunidad activa y entusiasta.

El cosmos se regenera cuando la perspectiva habitual se despoja de retorcimientos que traen consigo las formas codificadas de la etiqueta social, adentrándose así en la apreciación de signos con que el orden de la naturaleza despliega enseñanzas y goces, sea en rastros luminosos que los cuerpos celestes esparcen sobre la playa, como en el cuento El vestido de la luna (que admite correspondencia con las astillas que relucen en el poema “Fósforo”) o en el aliento devastador de los dragones chinos que los niños de ese origen comparten en calidad de mascotas con sus pares yucatecos, en cabalgadura de vuelo nocturno que teje lo que el Tao Te King –milenario libro oriental– pareciera denominar a propósito “la red ígnea del Cielo”, con todas las emociones que sugiere El Cuartel de Dragones.

Si el público infantil capta la importancia de la diversidad étnica y de la convivencia que puede desprenderse de ella, junto con los valores que encierra el patrimonio cultural como bien colectivo, de igual modo es cierto que los años vividos se tornan insignificantes cuando los adultos encuentran ecos de su propia vida en la literatura escrita expresamente para niños. En otros escritos de Brenda Alcocer, como es el caso de sus narraciones breves y sus poemas, es posible hallar notas agridulces de pasión y desamor, en juego de alegorías, paradojas y humor fino, lo mismo que visos filosóficos y homenajes a la tradición literaria que encarna en pasajes del Popol Vuh y en los libros de Julio Cortázar, Renato Leduc, Raúl Cáceres Carenzo y Agustín Monsreal, entre otros.

Escudriño el azul (2012) reúne una parte de su obra dispersa en publicaciones periódicas y antologías, en la que abundan referencias a los espejos y a la fragilidad de los cristales, a ventanas etéreas que se alzan sobre consensos matrimoniales y recetas mordaces para hacerlos perdurables. Uno de sus textos constituye una sátira efectiva de los maridos que se prodigan en cauces que diversifican la exuberancia femenina confinando en un segundo plano a su cónyuge, pero el asunto concluye con una inesperada reivindicación de la equidad de género, atinada sorpresa que pone las cosas en su lugar.

Sus poemas expanden la percepción ordinaria de un mundo cuyos matices suelen velar la rutina y las crispaciones diarias, hasta que una mirada sutil resquebraja sus apariencias: “El gallo canta para que la noche / recoja su oscura sábana / El gallo canta porque el sol / le ha devuelto sus colores / El gallo canta para que la niña / pregunte por qué canta”.

Un canto y una pregunta revelan la unidad esencial y las afinidades semánticas del universo, fuente de enigmas que nutre la vocación literaria desde tiempos inmemoriales. Y en su repaso de sensaciones, la vida humana conecta instantes de hondura por encima de diferencias formales de edad y de experiencia.