El calendario litúrgico entremezcla su solemnidad con la estridencia de las distracciones profanas. En la concepción degradada de la Navidad predomina el oropel de los escaparates comerciales y el regodeo inmediato de los apetitos narcisistas. La literatura puede ser un medio para sustraerse de este ambiente de voluntades abonadas al arrebato de los caprichos efímeros.

La percepción poética del hecho navideño parece apuntar hacia otros rumbos que pueden ser tan mundanos como el desasosiego y a la vez tan genuinos como los trastornos que azotan la conciencia. Más aún cuando ella se define desde el ministerio del sentir cristiano, que resulta a veces movedizo y frágil, sobre todo cuando desafía las formalidades de su sistema de valores.

Alfredo R. Placencia (1875-1930), poeta y sacerdote jalisciense, poseedor de una biografía atribulada y amarga a quien José Julio Valdés llama “poeta errante, beodo y extranjero” aludiendo a varias circunstancias de su vida, exhibe los destellos de una fe activa, que admite fisuras y dislocamientos al tiempo en que modula una voz lírica robusta gracias en parte a las contradicciones y paradojas a las que sirve de vehículo.

Su infancia precaria y el ejercicio pastoral en pueblos apartados de las grandes ciudades confieren a su obra el sabor popular que asoma una y otra vez en los versos que contiene. Muy lejos está de la propaganda confesional, del lenguaje anacrónico y de las figuraciones vacuas de otros que, a la manera del obispo Ignacio Montes de Oca y Obregón (1840-1921), prefirieron ostentar en sus estrofas una versión del catolicismo que suena iracunda y pretenciosa, como nota discordante de un plan compasivo y redentor.

El padre Placencia incluye en El libro de Dios (1924) un poema al que tituló “El divino disfraz”, referido al tópico del nacimiento de Jesús en el portal de Belén. Expone las debilidades que agobian a quienes profesan a fondo sus creencias religiosas, pero también señala el desvalimiento que transmiten los símbolos cristianos, tras los cuales se oculta la magnificencia divina y no es de extrañar que con ello provoquen la suspicacia de los hombres de mala entraña. Recrea las nociones de pecado original y del Juicio Final a los pecadores, encarnados en quien conduce la voz lírica y apela a la infinita misericordia del Ser Supremo que se personifica en el Niño nacido en tan notoria penuria material. Remata así: “Rubio Niño celestial: /que a juzgarme así te mueva, /si no el peso de mi mal, /sí el hondo amor que te lleva /a lo ingrato de la cueva /y a lo frío del portal.”

El sentimiento atormentado del cura jalisciense se expresa en cada pasaje de su obra comunicando en ella la autenticidad que ninguna arenga de ocasión es capaz de suplantar y que desde una perspectiva convencional puede antojarse incluso irreverente y retador. En el texto comentado, el nacimiento que marca el relevo de una era por otra da pie a sondear las profundidades de la existencia sin detenerse en las manifestaciones rituales de un credo que reivindica el alcance universal de los bienes espirituales que representa.

Como el conjunto del que se desprende, este canto de conmemoración, entonado desde una luz pálida y sutil, se extiende para honrar espacios sagrados moldeando con humildad la arcilla humana. Es una alabanza que mira a las alturas desde una fuente austera, sobre un suelo fértil a pesar de la pobreza que encierran sus límites.