Más temprano que tarde los marraquechís seguirán alardeando del mercado tradicional más grande del país y una de las plazas más concurridas de África y del mundo, Djemaa el Fna. Los turistas huyen a sus países. Los vendedores siguen con sus negocios. No pueden permitirse el cerrarlos. El Covid 19 les obligó a digitalizarse…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

El Ministerio del Interior de Marruecos ha elevado hasta 2.122 el número de muertos por el terremoto que sacudió el viernes 8 de septiembre del 2023 por la noche y ha situado en 2.421 la cifra de heridos, de los que 1.351 están graves, tal y como recoge el balance de víctimas del seísmo. Los trabajadores de los equipos de rescate y las Fuerzas Armadas de Marruecos y los propios ciudadanos continúan la búsqueda de supervivientes entre los escombros de los edificios derrumbados por el terremoto más mortífero en seis décadas que ha sufrido el país. El epicentro se localizó en la aldea de Iguil —a 63 kilómetros al suroeste de la turística Marraquech—, en la provincia de Al Hauz. Los trabajadores de los servicios de emergencias se enfrentan al reto de llegar a las zonas más afectadas en las montañas del Atlas, una cordilla donde hay localidades de difícil acceso y donde muchas casas de adobe se derrumbaron por el terremoto de magnitud 6,8. Según la OMS, hay más de 300.000 personas afectadas. “Las próximas horas y días horas van a ser críticas para poder salvar vidas”, ha dicho Caroline Holt, directora global de operaciones de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja. El sur de la España peninsular y el norte de Marruecos se miran a través de una frontera geológica, la que separa la placa tectónica euroasiática y la africana. Allí, esos dos continentes chocan lentamente, provocando la fricción asociada a los temblores de tierra.

Marruecos acaba de sufrir el movimiento sísmico de mayor intensidad registrado en su historia, de magnitud 6,8 en la escala de Richter. El balance de por sí terrible hubiera sido mayor con un epicentro situado en una zona urbana más densamente poblada y no en una zona rural de población más escasa y dispersa. Fue el caso del que sufrió en 1960 la ciudad portuaria de Agadir, el de balance más letal de la historia marroquí. En aquella ocasión, la metrópoli atlántica, a 400 kilómetros de la isla canaria de Lanzarote, perdió a un tercio de sus vecinos y quedó destruida casi en su integridad por un terremoto de intensidad mucho menor (de magnitud 5,5, que causó 15.000 muertos) y con un epicentro muy próximo a la superficie, lo que percutió sobre una trama urbana formada por construcciones de muy baja calidad. El encanto de la medina de Marraquech, con sus imbricadas callejuelas y los edificios ocres que dan fe de cómo se debió vivir antaño en la ciudad imperial, se convirtió en una peligrosa trampa cuando el temblor sacudió paredes y techos, restaurantes perfumados de especias, las tiendas de artesanía con alfombras colgando en sus patios interiores, riads de altos zócalos de azulejos policromos. Vemos a los turistas desconcertados, descubriendo una vez más una sociedad marroquí en apariencia caótica y desorganizada que, si sigue siendo como yo la conocí, también tiene la extraña capacidad de aglutinarse en momentos trágicos como este para el socorro mutuo. Tal vez porque la familia, el grupo, el barrio y el pueblo siguen siendo las más sólidas estructuras de apoyo. Las cifras de fallecidos puedes dispararse sin medida.

El escritor español Juan Goytisolo Gay, durante las últimas épocas de su vida, fue vecino de Djemaa el Fna, el más famoso lugar de la ciudad. Se levanta a escasos metros de la mezquita Kutubía. Al caer la tarde, la vieja terraza del Café de France rebosa de clientes locales, turistas, vendedores y limpiabotas, huele a frituras, humo, hierbabuena y hachís y es la mejor atalaya para contemplar la ruidosa muchedumbre que invade la plaza, pegada a los zocos de la Medina de Marrakech, un escenario cotidiano en el cual, durante todo el día y hasta bien entrada la noche, se funden puestos de comida, tatuadores, aguadores ataviados de rojo, encantadores de serpientes, músicos, curanderos, adivinos, equilibristas y locuaces narradores de historias contadas en dariya, el habla coloquial de Marruecos, o en amazigh, el idioma autóctono del país que después de siglos de estigmatización por parte de la clase dirigente arabizada —la primera penetración de tribus arabófonas data del siglo VII, seguida de nuevas oleadas en los siglos XI y XVI, está recuperando un justo reconocimiento y su presencia en escuelas, radio, televisión y publicaciones escritas. Basta con observar el aspecto de la concurrencia apiñada entorno a los recitadores para identificar a quienes declaman sus cuentos y sus poemas en lengua amazigh, porque en su ruedo abundan los oyentes de semblante atezado e indumentaria de campesinos de la montaña, pendientes del bardo que desgrana y conserva las joyas de su rica tradición oral. Situada en medio de dos esferas culturales distintas y complementarias, Marraquech actúa como una enorme bisagra que articula el universo amazigh, asentado en los valles del Atlas y en todo el Gran Sur sahariano, con la sede histórica del sultanato y el poder, hoy en manos de la monarquía alauita. Marraquech constituye una metáfora reveladora de la diversidad cultural del país y de las distintas velocidades que caracterizan la inserción de cada colectivo en su futuro, sumándole el aporte de no pocos extranjeros que quisieron dejar de serlo para integrarse sin reservas en la ciudad y convertirla en el motor de su obra creativa.

Las sopas y hariras, cous-cous, tajines y pastelas… se han establecido un buen número de ‘chiringuitos’ y restaurantes de todas las categorías, que abren sus terrazas hacia el espectáculo que se forma en esta monumental pista de circo. No faltan los turistas del Mamounia o Les Almoravides, de 5 y 4 estrellas, todos ellos vestidos como los antepasados del “Indiana Jones y el Dial del Destino” del 2023, cargados de no menos de media docena de agua mineral, cada uno, corriendo por Djemaa el Fna, buscando los baños de sus exclusivos hoteles y sus grágeas Fortasec, para tratar la diarrea aguda y ayudar a sus cuerpos a recuperar la normalidad. El problema, habían limpiado, obsesiva y compulsivamente, sus ensaladas o frutas, con agua no apta para los pseudo ‘Harrison Ford’. Juan Goytisolo era el único intelectual europeo que dominaba la lengua árabe dialectal desde el Arcipreste de Hita. Este catalán era autor de obras de obligada lectura si uno desea adentrarse en el ignorado mundo árabe, aderezado, en ocasiones, de otras culturas bereberes, como ocurre en el Norte de África, desde Marruecos a Egipto, pasando por Túnez, Argelia y Libia. Juan Goytisolo, nacido en Barcelona en 1931, murió el 4 de junio del 2017 en Marraquech, es considerado como el mejor novelista español de comienzos del siglo XXI. Su obra abarca novelas, libros de cuentos y de viajes, ensayos y poesía. Durante mi etapa de reportero visité varias veces Marraquech y tuve la suerte de conocer a Juan Goytisolo. Estaba interesado en que me hablara “La Ciudad de los Muertos”, ubicada en Egipto, donde iba a desplazarme en unos días, a las pirámides de Giza.

El autor de “El problema del Sahara”, “Crónicas sarracinas”, “Makbara” y “Estambul”, me confesó que se sintió muy a gusto con algunos de los “vivos de La Ciudad de los Muertos” … “Es una abigarrada y fascinadora aglomeración urbana rebosante de vida. La muerte en la cultura occidental es ocultativa. Yo viajé a El Cairo y logré vivir en la ‘Ciudad de los Muertos’. Es un cementerio enorme, donde vive un millón de personas: se han construido bloques de casas rodeados de tumbas y al mismo tiempo hay mausoleos donde las familias o descendientes de los guardianes de las familias que a lo mejor han desaparecido, viven en los panteones. Hay mausoleos grandes, algunos con televisión en color. Logré dormir en uno de estos mausoleos, que para mí fue una cura maravillosa. La muerte en Madrid, París, Londres, New York, México … se ha vuelto clandestina”, me recalcaba el militante heterodoxo español Juan Goytisolo, fallecido antes de desencadenarse la pandemia del Covid 19. Esta clandestinidad, sobre la que insiste el que fuera el escritor más ‘rojo’ y ‘maricón’ en las comisarías de la policía política de la España de Franco -de lo cual siempre se vanaglorió-, no es un paradigma en la ‘Ciudad de los Muertos’. En realidad, podría mejor llamarse “El Cementerio de los Vivos”, como decía Juan Goytisolo. Más temprano que tarde los marraquechís seguirán alardeando del mercado tradicional más grande del país y una de las plazas más concurridas de África y del mundo, Djemaa el Fna. Hoy es “La Ciudad de los Muertos”, con turistas huyendo hacia sus países. Los vendedores siguen al pie del cañón con sus negocios. No pueden permitirse el cerrarlos. Muchos locales siguen todavía en pie, y los más afectados complementan su actividad comercial mediante la digitalización. El Covid 19 les obligó a ello. Están atentos a nuevas transformaciones como la inteligencia artificial…  Es el “El Cementerio de los Vivos”. Un abrazo solidario desde Cancún y el Caribe Mexicano.

@SantiGurtubay

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