El sacerdote jesuita Alberto Ares, en el sitio de la red “Aleteia”, analiza un problema  que afecta a más personas de lo que nos imaginamos y lo hace desde la óptica de la tradición cristiana. Nos señala que en el mundo hay “más de 232 millones de personas migrantes…. Más de 65 millones… que se han visto forzadas a abandonar su hogar por un conflicto armado, por violencia generalizada o por un desastre natural…”.  Menudo conflicto de conciencia para quien recogiendo las palabras bíblicas nos dice Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto” (Dt 10,19) y califica como “Maldito quien viole los derechos al emigrante” (Dt 27).

En México, quienes salen de sus países por necesidad recorren un calvario que parece no tener fin. La muerte de varias decenas de hermanos centroamericanos en un sitio de detención de Ciudad Juárez, al igual que el rescate de un nutrido grupo de ellos secuestrados por la delincuencia en Matehuala, San Luis Potosí, son tan solo la más cercana referencia. Las vicisitudes de quienes a lomo de “la bestia”, como se le conoce al ferrocarril, cruzan gran parte del territorio nacional, son también conocidas.

Pero para los migrantes el llegar a la frontera no representa el fin de sus problemas, aun cuando tengan el “sueño americano” a la vista. Las restricciones en la frontera representan para ellos un estrecho cuello de botella, más bien dicho, un tapón para sus intenciones. Y por si fuera poco la gobernadora panista de Chihuahua, Maru Campos, seguramente  católica practicante, olvidando las recomendaciones  bíblicas firma un convenio con el gobernador de Texas, Greg Abbott, para ayudarlo a frenar la migración.

Pero la disposición de políticos de acendrado pensamiento conservador a pasar por encima de los derechos humanos y del amor al prójimo, no es nuevo; tiende a repetirse a través del tiempo. Vale la pena recordar un suceso acontecido en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, cuando las medidas del Reich alemán en contra de los judíos europeos  arreciaban, generando una migración forzada semejante al éxodo bíblico.  

Esta es la historia: El vapor alemán Saint Louis zarpó de Hamburgo rumbo a La Habana el 13 de mayo, de 1939 con un total de 937 pasajeros, de los cuales 930 eran refugiados judíos que escapaban de la persecución nazi. A poco de llegar a las costas cubanas, el capitán del barco recibió un telegrama en el que se le notificaba la negativa de las autoridades de la isla a recibirlos. Ya surtos en el puerto, el rechazo al asilo y las exigencias monetarias para ser aceptados, imposibles de cubrir por la mayoría de los pasajeros, provocaron dos intentos de suicidio y un motín

A pesar de que se pretendió justificar las medidas restrictivas en razón de la legislación del país, no faltaron opiniones, como las del escritor Jaime Sarosky, que consideraban que la negativa a la entrada de los refugiados judíos en Cuba fue resultado de las presiones del Departamento de Estado norteamericano, cuyo titular era Corder Hull. 

La posterior solicitud de asilo al gobierno de los Estados Unidos fue negada, a pesar de las buenas intenciones del Presidente Roosevelt quien no resistió las presiones del citado Hull y los demócratas sureños; para mala fortuna la misma respuesta se obtuvo de Canadá. El “viaje de los condenados”, como fue llamado posteriormente el evento, terminó con el regreso a puertos europeos del transatlántico. Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Holanda admitieron  a los pasajeros y el triste final de la historia es que 254 de ellos fueron asesinados en el Holocausto.

¿Y qué nos queda de enseñanza del triste episodio del Saint Louis? Entre otras cosas las palabras bíblicas del Eclesiastés (1/9): “Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará; no hay nada nuevo bajo el sol”.