El poder integrador de los elementos tradicionales de la cultura se hace notar en los relatos que recrean contenidos míticos, acarreando signos que identifican a las comunidades de hoyal tocar zonas profundas del inconsciente. A la luz de esta premisa, los discursos orales y escritos pueden engendrar lazos sólidos y persistentes con la gente que los recibe.

Pocos se detienen a conjeturar siquiera la naturaleza híbrida del comportamiento y de las actitudes que, si bien responden a la inmediatez de estímulos observables, también emergen como fermento de espesos fondos culturales que sustentan costumbres arraigadas y refinamientos estéticos, inercias de pensamiento y convenciones sociales. Su núcleo intrincado y nebuloso rige patrones de convivencia que reproducen ciclos olvidados y simbolizan remanentes de visibilidad extraviada en algún punto del tránsito generacional de la especie.

Hay autores que tras emprender estudios sistemáticos de las culturas originarias, y después de reconocer sus componentes imbricados en la vida cotidiana, deciden apuntalar con ellos una obra literaria que se ramifica en diversos géneros como muestra de una herencia étnica de la cual emanan pensamientos nuevos y acciones frescas. Roldán Peniche Barrera personifica esta concepción del lenguaje decantado en símbolos que dominan amplias franjas de pensamiento generalizado: lo manifiesta con claridad en Veneración del dios efímero y otros relatos (Toluca, Editorial la Tinta del Alcatraz, 1993).

Con este ánimo,lo mismo da observar la presencia sobrecogedora de una encarnación de Tezcatlipoca o rendir cuenta de la hierática traza del hombre que dialoga con las deidades de los mayas sublevados. Del Popol-Vuh proviene la figura de Camazotz, descomunal murciélago al servicio de los Señores de Xibalbá, victimario de Hunahpú en infortunado lance.Los mundos subterráneos y las atmósferas nocturnas se traducen en representaciones asociadas con trastornos del sueño y obsesiones que punzan la entereza personal.

La energía que condensa el entramado de los valores soterrados exige, en toda circunstancia, el asiento material de un espacio en el cual tome forma y medida. Al cobijo de este postulado, el maestro Roldán subraya el papel que asumen las plazas públicas en varios contextos geográficos, pero destaca las cualidades que distinguen la de su ciudad natal. “Risueña y lúcida, oculta muy bien su ancianidad y, en las tardes, cuando comienza a oscurecer, está por decirnos algo.”

Entre sus textos breves se halla una ponderada apreciación de la chispa que desencadena los procesos creativos, de los que sin duda guarda una experiencia viva. El cultivo de un arte lleva a reflexionar sobre las condiciones en que brotan sus frutos. Sujetos al tópico que rebaja su sentido desfigurándolo con enunciados manidos, es más sensato poner de manifiesto la responsabilidad autoral e intuir los factores que configuran el flujo de hallazgos afortunados: “¿Existe o no la inspiración? La inspiración no como graciosa impronta de las musas, sino como instante asaz sensible que nos permite acceder a una idea y comenzar a desarrollarla. Yo sí creo en la inspiración, aunque se le quiera mudar de nombre. Hay días mustios e infértiles. Pero alientan los otros ubérrimos en los que florecen las ideas.”

Las historias que rematan la obra exploran, en un caso, las amargas lecciones del proceso de envejecimiento y sus glorias extemporáneas; en otro, los giros favorables de la fortuna, encaminados a redimir las penurias de mendigos fervorosos, absortos en diseñar planes para una nueva vida. El relato final expone las incomodidades del trato con un forastero irascible y caprichoso, cuya tozudez quebranta los códigos de conducta observados en una ciudad de provincia.

La destreza narrativa de Roldán Peniche Barrera revela en esta edición una veta que prodiga los valores de una aguda sensibilidad y de un oficio consumado, base de su caudalosa fuerza expresiva.