Por Eduardo Ochoa Guerrero
 

A finales de los 80’s la mendicidad era un problema prácticamente inexistente en Cancún. Y es que desplazarse hasta esta parte de México no era tan fácil y quienes lo hacían era porque llegaban en busca de trabajo, de un ingreso que les permitiera sostener a sus familias.

La situación cambió paulatinamente con la llegada de personas y familias sin preparación, que empezaron a poblar zonas alejadas y sin servicios y no encontraron mejor manera de obtener ingresos que recurriendo a la mendicidad o la venta de gomas de mascar.

A ellos se sumaron jóvenes mochileros que practican malabares en las esquinas con la única intención de obtener unos pesos que les permitan sobrevivir, lejos de sus familias e, incluso, de sus lugares de origen.

Nos hemos acostumbrado a verlos, jugando con pelotas, con aros, lanzando fuego, haciendo malabares y equilibrio. Y junto con ellos docenas de ancianos que pasan junto a los autos, esperando que los conductores bajen su cristal y les entreguen una moneda.

¿Quién atiende ese problema? Nadie.

La autoridad no los ve, no los escucha, no los atiende. Prefiere ignorar esa lacerante realidad.