OCTAVIO PAZ Y EL LABERINTO DE SU SOLEDAD
7 Mar. 2021LA COVACHA DEL AJ MEN
CLAUDIO OBREGÓN CLAIRIN
Cierto, la crítica no es el sueño pero ella nos enseña a soñar y a distinguir entre los espectros de las pesadillas y las verdaderas visiones… la crítica nos dice que debemos aprender a disolver lo ídolos: aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos. Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad.
Octavio Paz
En El laberinto de la soledad Octavio Paz utilizó la ficción histórica como recurso dialéctico. Argumentó adjetivando los eventos históricos y, con ellos, hizo una caricatura de los mexicanos. Paz escribió que «el mexicano» es hijo de una violación y, por lo tanto, hijo de la Chingada, que finalmente es la nada misma…[1] Los mexicanos hemos callado más de lo que deberíamos haber escrito sobre estas opiniones.
Propongo reconsiderar la interpretación que Octavio hizo sobre los mexicah en su laberinto, tomando como referencia «las fuentes históricas» y, de paso cuestionar la supuesta soledad que nos endosó el poeta.
Muchos mexicanos, al contrario de lo que suponía Octavio, no «aspiramos a crear un mundo ordenado conforme a principios claros, ni nos esforzamos por ser formales»[2]. Los pueblos que conforman la República Mexicana constituyen un maravilloso y complejo mosaico cultural; en el otro sentido, la contradicción y la picardía configuran el carácter de muchos mexicanos, pero no de todos. Una nación de etnias equidistantes, con una geografía tan vasta y una historia milenaria no puede contener un solo laberinto ni estar constituida únicamente de ellos…
Inducido por el peligroso concepto centralista del Poder y de la Historia, Paz inventó que «El misterio del paradero de sus restos (los de Cuauhtémoc, último gobernante mexica) es una de nuestras obsesiones»[3]. Más que «una obsesión de los mexicanos», la exaltación de la figura de Cuauhtémoc tuvo sus orígenes en el siglo XIX como consecuencia del sentimiento nacionalista que dominaba la escena política de aquellos soles; Porfirio Díaz, a través de Vicente Riva Palacio (Ministro de Fomento), convocó a un concurso para erigir la famosa estatua de Cuauhtémoc. El día de la inauguración —21 de agosto de 1877—, Francisco del Paso y Troncoso pronunció un discurso en náhuatl y Alfredo Chavero otro en castellano. Ambos comentaron que Cuauhtémoc debía ser el símbolo de la lucha contra la dominación extranjera. Eulalia Guzmán, en 1950 (año de la primera edición de El laberinto de la soledad), realizó un estudio sobre el hallazgo de los supuestos restos de Cuauhtémoc, encontrados en Ichcateopan, Guerrero. Veinte años después, un equipo de investigadores, dirigidos por Josefina García Quintana, evidenció que dicha osamenta no perteneció al último tlatoani mexica[4]; en todo caso, si localizar los restos de nuestros tatarabuelos fuera una obsesión de los mexicanos, apuntaríamos hacia los olmecas, quienes realmente son un misterio.
Paz escribió que Cuauhtémoc significa el águila que cae [5], que también puede traducirse como el águila que desciende. Entre caer y descender se encuentra el abismo que separa a los hombres de los dioses y a la razón cartesiana de Mesoamérica. Octavio presentó a Cuauhtémoc como el hijo de la Gran Diosa Madre y «especuló» que, como fruto del desamparo: «aparece (en los mexicas sobrevivientes de la conquista) la vuelta a los cultos femeninos»[6]. En su laberinto, Octavio ignoró a las diosas mexicas Coyolxauhqui, Teicu, Macuilxochiquetzalli, Chalchiucueitl, Tonantzin, Citlalicue, Xocóiotl, Tlacoiehua y, sobre todo, a Cihuacóatl, la primera mujer que parió en el mundo y que se aparecía con un niño a cuestas.
De Coatlicue se expresó así: «Nuestros críticos de arte se extasían ante la estatua de Coatlicue, enorme bloque de teología petrificada. ¿La ha visto? Pedantería y heroísmo, puritanismo sexual y ferocidad, cálculo y delirio»[7]. Algunos investigadores consideramos que la diosa Coatlicue es justamente la expresión plástica de la Gran Diosa Madre. Ella es el principio cósmico que genera todo lo que contiene el universo. La imagen de la madre de Huitzilopochtli detiene por un instante al tiempo; en ella confluyen no «el puritanismo sexual, el cálculo y el delirio», sino las expresiones tangibles de la mitogonía objetivada que permitía a los sacerdotes mexicas reconocerse y ser temidos.
Al igual que los franciscanos del siglo XVI, Octavio se equivocó rotundamente al pensar que los dioses mexicas eran pecadores, especialmente Quetzalcóatl [8]. «La mentira política —escribió Paz— se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza a zonas muy profundas de nuestro ser»[9]. Ciertamente, y este argumento también es valido para su interpretación franciscana de los dioses mexicas. Opinó que la danza mexica «es sinónimo de penitencia»[10]: es obvio que los mexicas contaban con una cosmogonía diametralmente opuesta a la occidental, por lo que, en sus danzas no hay pecado que expiar. La danza mexica es «comunión»; los danzantes se transforman en un vínculo que une al cielo con la tierra. Son la imagen plástica de la otredad en el plano consciente.
Octavio discurrió en una atmósfera sofocante cuando narró la visión de un México que se equipara a una pirámide trunca [11] y en su afán por mirar hacia arriba y describir únicamente las apariencias, no considero (o ignoró, ya que los dioses del Mictlán —submundo— Xólotl y Tezcatlipoca, apenas si aparecen en su laberinto) que en Mesoamérica las estructuras piramidales son duales.
Algunos años después de haber escrito laberínticamente sobre los mexicanos, el poeta reconoció ciertas realidades endémicas del conocimiento silencioso y en el prólogo a Las Enseñanzas de Don Juan de Carlos Castaneda, citó el ensayo «A Treatise of Human Nature» del empírico inglés David Hume: «Cuando veo esta mesa y esa chimenea, lo único que se me hace presente son determinadas percepciones particulares, que son de naturaleza semejante a la de todas las demás percepciones… Cuando vuelvo mi reflexión sobre mí mismo, no puedo jamás percibir este yo mismo sin alguna o algunas percepciones: ni puedo percibir nada más que las percepciones. Es pues la composición de éstas lo que forma al Yo». A partir de este texto del siglo XVIII, Octavio escribió: «El mundo es imaginario, aunque no lo sean las percepciones en que alternativamente se manifiesta y se disipa… lo que interesa no es mostrar la inconsistencia de nuestras descripciones de la realidad —sean las de la vida cotidiana o las de la filosofía— sino la consistencia de la visión mágica del mundo»[12]. A pesar de reconocer tal entendimiento, Paz no vio a los mexicas, los miró de soslayo y, por ello, interpretó con inconsistencia algunas percepciones superficiales de su universo mágico.
Con la aparición de Postdata, en 1970, pudo corregir su laberinto, pero prefirió continuar violentando e interpretando a sus compatriotas sobre la base de un dogma que permanentemente está fuera de foco. Peor aún, nunca se atrevió a mirarse en un espejo de obsidiana; cayó rendido ante los guiños del extranjero y se regodeó en el reflejo de mercurio templados por el fuego.
En su laberinto, Paz escribió esta barbaridad: «La conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses, que reniegan de su pueblo»[13]. Por principio, los peninsulares no conquistaron a México, porque en aquellos soles aún no existía nuestra Nación y, en segundo término, en ninguna crónica mexica se habla de una «traición de los dioses». En El libro de los Coloquios de los Doce [14] se puede leer: ¡Déjenos ya morir,/déjenos ya perecer,/puesto que ya nuestros dioses han muerto! Para algunos podrá ser un detalle insignificante, una licencia poética que se le puede permitir «al maestro». Otros comprendemos la diferencia sustancial entre traicionar y morir, sobre todo, cuando se pretende insertar la traición en el inconsciente colectivo de un pueblo.
Octavio continuó elucubrando cuando escribió: «… la imagen que nos ofrece el Museo de Antropología de nuestro pasado precolombino es falsa… la exaltación y glorificación de México-Tenochtitlán transforma al Museo de Antropología en un templo… los verdaderos herederos de los asesinos del mundo prehispánico no son los españoles peninsulares sino nosotros, los mexicanos que hablamos castellano, seamos criollos, mestizos o indios. Así, el Museo expresa un sentimiento de culpa sólo que, por una operación de transferencia y descarga estudiada y descrita muchas veces por el psicoanálisis, la culpabilidad se transfigura en glorificación de la víctima» [15]. Miles de individuos coincidimos en que el Museo de Antropología es una obra maestra de la arquitectura contemporánea; su museografía resulta dinámica, precisa, secuencial, armónica, maravillosa; la distribución de sus salas nos recuerda las habitaciones mesoamericanas donde cada espacio era un microcosmos; su parasol es un homenaje al cálculo y la iluminación, excelente. El contenido es majestuoso, didáctico, poseedor de una estética que subsiste en nuestro cotidiano y las expresiones mesoamericanas en piedra, maderas, metales, papel amate y cerámica no falsean la imagen de nuestro pasado: son nuestro pasado. Al poeta le perturbó que predominara la sala mexica en el Museo de Antropología. Sin embargo, en su laberinto, la religiosidad de los mexicas es omnipresente y fundamentó su elucubraciones religiosas y piramidales en una subjetiva interpretación de ella. Paz lamentó que el Museo pareciera un templo y recurriendo al psicoanálisis, insistió en su posición franciscana que expresa un sentimiento de culpa sobre un supuesto asesinato.
En la conversación que Paz sostuvo con Claude Fell en Vuelta al laberinto de la soledad, el premio Nobel de Literatura se sinceró: No hemos hablado de una influencia esencial, sin la cual no hubiera podido escribir El laberinto: Nietzsche. Sobre todo ese libro que se llama Genealogía de la moral. Nietzsche me enseñó a ver lo que estaba detrás de palabras como virtud, bondad, mal. Fue una guía en la exploración del lenguaje mexicano: si las palabras son máscaras, ¿qué hay detrás de ellas? [16] En ese marco de referencia, analicemos lo que Octavio preguntó sobre la mujer: ¿Qué piensa?, ¿Piensa acaso?, ¿Siente de veras? [17] y, temerario, decretó: «Para los mexicanos la mujer es un ser oscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia impersonal, y en este hecho radica su imposibilidad de tener una vida personal» [18]. Estas penosas declaraciones del poeta, además de ser un insulto a nuestros tiempos de búsqueda de equidad de género, denotan un retrograda y misógino concepto de la mujer. Analizando lo que «hay detrás de las palabras de Octavio» podemos explicarnos por qué difamó a la Malinche. Pero infortunadamente no ha sido el único. Carlos Fuentes hizo lo propio: «somos los hijos de la prostituta del Conquistador» y Rubén Salazar Mallén completó: «La Malinche, la traidora, la que desprecia a los suyos, por su inferioridad, y se humilla ante la superioridad del conquistador». Bueno, hasta el maestro Fernando Benítez sorprendió a más de uno al decir que es «la imagen de la traición por antonomasia»[19].
La Malinche vivió intensamente y respondió a su destino como cualquier ser humano que actúa en función de los códigos sociales con los que ha sido educado. Los hechos: La Malinche se llamó Malitzin y fue hija de los caciques de Painala, un pueblo cercano a Coatzacoalcos, Veracruz. Al momento de nacer, los brujos de su comunidad vieron en ella un futuro aterrador y cuando apenas contaba con diez años, su madre, Iztacxóchitl, la vendió a Kuenich —un pochteca maya—, quien la utilizó como juguete sexual. Al morir Kuenich, su hijo la vendió a otro comerciante y éste a Tabzcoob —un rico cacique de Centla—. Cuando llegó a Cortés, Malitzin tenía quince años y fue regalada a Alonso Hernández Portocarrero. Cortés se percató de que hablaba maya y náhuatl; entonces la hizo suya. Y cuando ya no le fue útil, la dio a Juan Jaramillo. Al contrario de lo que interpretan los «monstruos de la intelectualidad mexicana», Malitzin no nació en Tenochtitlán, no era mexica y no traicionó a su pueblo porque las batallas en las que participó no se desarrollaron en su tierra natal. En unos cuantos soles, Malitzin aprendió la lengua de los «dzules» y suplió al náufrago Jerónimo de Aguilar como faraute. Era hermosa y con don de mando, fumaba canutos de tabaco y contaba con un animus bien domesticado. Por lo tanto, nunca perdió su feminidad. Pocos historiadores reparan en que a Cortés le llamaban Malinche, que a ella le decían «Doña» y que en la conquista mexica no hubo ningún «Don». Cuando Cortés fue en búsqueda de Cristóbal de Olí a las Higüeras, Malitzin tuvo ocasión de ver a su madre y a su hermano.
En Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España Bernal Díaz del Castillo da cuenta de lo que aconteció: «Tuvieron miedo della, que creyeron que los enviaba llamar para matarlos, y lloraban; y como así los vio llorar la doña Marina, los consoló, y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la traspusieron con los de Xicalango que no supieron lo que se hacían, y se lo perdonaba, y les dio muchas joyas de oro y ropa y que se volviesen a su pueblo, y que Dios le había hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos ahora y ser cristiana y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era Juan Jaramillo; que aunque la hiciesen cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería; que en más tenía servir a su marido e a Cortés que cuanto en el mundo hay; y todo esto que digo se lo oí muy certificadamente, y así lo juro, amén» [20]
A Malitzin la educaron para satisfacer las necesidades primarias de los hombres de aquellos soles: esa era su formación y sólo así entendía la vida. En la esclavitud, como en la cima del poder o en el abandono, vivió con elegancia y dignidad. No traicionó a nadie, fue un ser entregado al amor y, por lo tanto, supo perdonar.
En ocasiones, los mexicanos interpretamos nuestro pasado de forma errónea porque consultamos con poca frecuencia las fuentes originales y hacemos verdades los chismes históricos o las fantasías existenciales, como las de Octavio Paz. En Mesoamérica, ni los dioses ni las mujeres traicionaron a sus pueblos.
Paz pontificó: «Porque todo lo que es el mexicano actual, como se ha visto, puede reducirse a esto: el mexicano no quiere o no se atreve a ser él mismo…[21] El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación… como viva conciencia de la soledad histórica y personal»[22]… que los mexicanos somos hijos de una violación[23], que Malitzin es la Chingada y que la Chingada es igual a la nada[24]; son, entre muchas otras, las muy cuestionables y mal intencionadas opiniones de un escritor mexicano que a pesar de haber recibido el Nobel de Literatura y gozar de fama mundial, vivía laberínticamente en su soledad y provocaba insultando para sentirse acompañado.
Sí los mexicanos hacemos de esos pensamientos un criterio, irremediablemente nos conduciremos hacia el abandono y la desesperanza. La vida es un privilegio y «ser mexicano» es un agasajo…! Considero que no «tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad» —como obliga Paz—: tornarse tangible a través de nuestras acciones y dirigir nuestros pensamientos, son nobles facultades de quienes con voluntad, conciencia y disciplina, logran reconocer sus orígenes y así domestican su importancia personal y a sus fantasmas, por ello, es oportuno analizar nuestro pasado estudiando los documentos históricos para que con la crítica podamos «disolver a los ídolos existencialistas que habitan fuera de nosotros». Como historiador, Octavio Paz fue un gran poeta.
Facebook: Literatura y Mundo Maya
Claudio Obregón Clairin / Investigador Independiente
NOTAS:
- El laberinto de la soledad, FCE. 5.ª reimp., Méx.1988 p.318, 94 y 88.
- Idem, p. 35.
- Idem, p. 92.
- Josefina García Quintana, Cuauhtémoc en el siglo XIX, UNAM, 1.ª edición, México 1977.
- El laberinto de la soledad, p. 92.
- Idem, p. 92 y 95.
- Idem, p. 303.
- Idem, p. 61.
- Idem, p. 134.
- Idem, p. 295.
- Idem, p. 287.
- Carlos Castaneda, Las enseñanzas de Don Juan, FCE, Mex., 1997, p. 18, 19 y 20.
- El laberinto de la soledad, p. 61.
- Existen tres versiones: un resumen de Fray Bernardino de Sahagún, una traducción del maestro Miguel León Portilla y otra en Alemán: Sterbende Götter un Christliche Heilsbotschaft, Wechselrenden Indianischer Vernehmer un Spanischer Glaubensapostel in Mexico 1524. Realizada por Wlater Lehmann, Stugart, 1949.
- El laberinto de la soledad, p. 316 y 317.
- Vuelta al laberinto de la soledad, FCE. 5.ª reimpresión, México 1998. p. 347.
- El laberinto de la soledad, p. 73.
- Idem, p. 40.
- Recopiladas por Manuel Aceves, Alquimia y Mito del Mexicano, Grijalbo, Méx. 2000 p. 124 y 125.
- Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Sepan Cuantos, Editorial Porrúa, Mexico 1976. p. 92
- El laberinto de la soledad, p. 80.
- Idem, p. 97.
- Idem, p. 94.
- Idem, p. 35.