Cuando la poesía es consecuente con el soplo vital que la fecunda, su ritmo, su significado y su estilo son siempre luminosos. No importa quién la escriba ni cuál sea su musa, qué paraísos visite o qué infiernos conjure, habrá de perdurar brillando sobre la mediocridad y el adocenamiento. La acecharán el vilipendio y la censura, la envidia y el ninguneo, pero espíritus solidarios acogerán la autenticidad de su sello para que la palabra impresa pueda registrar su paso por el mundo con la potencia rutilante de su acento.

También hay voces poéticas que causan incomodidad y rechazo, no tanto por el molde formal con que se expresan sino por la carga semántica que acarrean, por los temas en que incursionan e incluso debido a la extracción social de quien las hace valer. De este modo, la historia literaria se constituye de todo aquello que ha sobrevivido a las exclusiones que dejan campo a las preferencias estéticas de cada época, con el grado de inducción o de espontaneidad que las perfilan.

Un caso significativo es el de Antonio Cuesta Marín, hijo de dos personajes que animaron la vida artística del México posrevolucionario: Jorge Cuesta y Lupe Marín; en una entrevista de 1992, al cumplirse los cincuenta años del deceso de su padre, a quien admiró merced a sus dotes intelectuales y al amor incondicional que volcó sobre él, se refirió a varios asuntos colaterales del tema expuesto. Uno de ellos era el estado de marginación a que fue reducido el entrevistado como efecto de las políticas editoriales dominantes en el país, ya que los manuscritos que muchas veces propuso para publicar fueron ignorados y menospreciados.

En 1985 conoció a Ignacio Betancourt en Tlaxcala, poniendo en sus manos una colección de sonetos que deseaba ver impresos, comunicándole su anuencia para seleccionar los que le parecieran más representativos con el propósito de publicarse. El volumen planeado no se editó por motivos ajenos a la voluntad de ambos escritores, hasta que en 2009 apareció con el título de Sonetos profanos, con un estudio introductorio de Betancourt, cuando éste ya había perdido todo rastro de Cuesta Marín después de tratar de localizarlo infructuosamente. Al poco tiempo supo, de manera indirecta, de la desaparición física de quien había nacido en 1930.

 Los sonetos que contiene esta obra dan muestra de un humor que corroe los principios de la moral tradicional, con una crudeza tal que sus alusiones explícitas a la sexualidad, su aguda crítica al sistema político mexicano y al poder desmesurado de las corporaciones transnacionales, sus certeras parodias y su desenfado han de resultar desconcertantes para algunos de los que lleguen a leerlos.

Sus estrofas tocan temas tan espinosos como el incesto, el sadomasoquismo, la coprofilia, el exhibicionismo y la inseminación artificial, entre muchos otros de alcance polémico y que evocan las fuerzas primarias de la condición humana. La procacidad de varios de sus pasajes haría pensar a sus lectores de tierras peninsulares en el nada comedido Felipe Salazar Pichorra, del Yucatán porfiriano, si bien éste empleaba una variedad más amplia de formas de versificación.

Las funciones corporales, los ritos del encuentro amoroso y la proyección social del placer físico encuentran acomodo en estos versos que se caracterizan por omitir todo signo de puntuación, excepto el punto y aparte. Algunos ejemplos pueden ayudar a situar con más claridad el itinerario temático del autor: “Te gusta pedalear la bicicleta / para enseñar oronda tu orificio / como si fueras alguna del oficio / que muestra sin mosquear la pantaleta”.

El entorno natural y los seres que moran en él tienden analogías para recorrer la vastedad del impulso sexual: “En la playa de noche todo escuece / la luna con sus muslos fulgurantes / los senos de las nubes palpitantes / y el sexo de las aguas que estremece”. O bien: “Por eso te parezco algo demente / cuando entro por tu concha nacarada / buscando tu molusco efervescente”.

O cuando el objeto del deseo navega hacia otros horizontes, también puede dar pábulo a murmuraciones: “La sociedad te acusa de viciosa / porque desdeñas mi protuberancia / y raspas y socavas a una diosa”.

Y así vale la pena arrebatar de la penumbra la palabra que custodia, con virtuosa irreverencia, ardores y signos de plenitud que ponen de relieve talento y sensibilidad, aunque se acompañen de los más violentos giros de la entraña.

Antonio Cuesta Marín, Sonetos profanos. Investigación, selección y prólogo de Ignacio Betancourt. México, Ediciones del Ermitaño, 2009, 196 pp.