José Juan Cervera

El recuerdo novelado de Ricardo López Méndez en Púrpura encendida, de Aída López Sosa (México, Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán–L.D. Books, 2024), lleva a recrear pasajes de vida del Vate yucateco en una suma que incorpora una figura semejante a la de su autora en un juego oscilante entre ficción y realidad como contrapunto del despliegue narrativo, recurso que inyecta dinamismo en la trama y combina cortes temporales para realzar detalles de la experiencia diaria, tejiendo el sentido histórico del quehacer humano.

El color púrpura que enuncia el título remite de manera constante a la canción Nunca, que con letra del poeta izamaleño y música de Guty Cárdenas alcanzó gran popularidad en su tiempo, la cual mantiene hasta la fecha como muestra del repertorio lírico de una época dorada si se observa desde el punto de vista artístico, y turbulenta si se enfocan los sucesos políticos que la envolvieron en su proceso de consolidar un régimen que heredó arrojos revolucionarios para institucionalizarse en el país con el auxilio de un conjunto de referentes simbólicos y medidas de control colectivo.

Canción y color asoman en pasajes que encierran una poderosa carga emotiva tanto en los acordes del compositor muerto en su juventud creadora como en la atmósfera libertaria en cuyo nombre Felipe Carrillo Puerto edificó su leyenda. A fuerza de semejantes efectos, los matices purpúreos se multiplican en besos robados, en labios que imprimen su huella sobre sugerentes fotografías y en las artes seductoras de un grupo de muchachas sentadas en una heladería hoy más que centenaria.

En lo que atañe a Nunca, sus versos afloran en la voz de Guty durante una tertulia familiar a la que lo invita su amigo Ricardo, pero también en los halagos con que el ardiente trovador tiende redes amorosas a la joven Ethel, en los ensayos del trío femenino Garnica Ascencio y en su presentación pública durante un disputado certamen. Resuenan por igual en las voces de un grupo de trovadores que participa en un tributo al talento del decano poeta en el principal teatro de Mérida, e incluso en un restaurante donde López Méndez acude a cenar en compañía de su sobrino y remueve su nostalgia al conjuro de las inflexiones de un solitario trovador.

La figura central de la novela fue, ante todo, un poeta, sin olvidar que destacó en varias ocupaciones más que, no obstante, se ligaron con su destreza para crear y sugerir, con la palabra, mundos a veces más amables e intensos que aquellos que se habitan en la vida ordinaria. El libro brinda a sus lectores una vista de la atmósfera intelectual del México de antaño, y expone de manera particular una muestra de los caminos que recorrió en ese entonces la creación lírica y, asociado con ella, el advenimiento de una fase venturosa del cancionero popular fecundado en el concierto de numerosas voces y plumas.

Esta obra exalta el espíritu diversificado de la literatura, como lo demuestra el gozo del protagonista cuando nutre con ella sus aspiraciones de vida, sus aficiones domésticas y sus expresiones espontáneas, con la familiaridad de sumergirse en las ondas generosas de las letras universales. El Vate Ricardo dialoga con otros poetas, escucha los versos de García Lorca que doña Regina recita entusiasmada y se entrega a las emociones que convoca Balzac. En la misma línea, descubre las primicias de Carlos Fuentes y acuña aforismos, variante de escritura que aún pugna por ocupar el lugar que merece en el gusto general (“El alma tiene que sondear profundo, por ver si encuentra en la virtud su forma”).

Cada lector suscribirá su repertorio de escenas memorables, proyectando en su imaginación fragmentos de gran plasticidad y fuerza envolvente, como ejemplifican los encuentros iniciales del joven Ricardo con Felipe Carrillo Puerto, o los que vive con Guty Cárdenas y Alma Reed; en la misma lista caben también las sorpresas que reserva un pasadizo secreto en casa del señor Álvaro Carrillo, los preparativos para fundar una estación de radio y el inigualable momento de sus primeras transmisiones, la visita al general Lázaro Cárdenas durante su presidencia, así como las anécdotas y las referencias eruditas que López Méndez comparte con su familia (“Él siempre tiene una historia para cada ocasión”).

En el intenso campo que abraza su argumento, los valores estéticos y la cultura material cobran relevancia plena y refuerzan entre sí sus significados para exhibir los límites de la condición humana y su permanencia simbólica. A esto se debe que ciertos objetos cumplan funciones de enlace en los cambios de ciclo y en el remplazo de escenarios, a la manera del molde funerario que hace perdurar las facciones de Guty Cárdenas como reliquia de amistad, o el revólver que en su día empuñó un obstinado caudillo en prueba de su mando, arma que luego tienta decisiones en circunstancias de zozobra extrema. Así representa su rango de tonalidades esta novela que desgrana, en enérgicos trazos, el prisma de la vida.