El estudio de los movimientos religiosos minoritarios y de las doctrinas que se relacionan con ellos es un expediente abierto cuya importancia no se discierne a cabalidad. Su potencial explicativo roza las bases constitutivas de las creencias dominantes, permitiendo comprender mejor sus condicionamientos culturales. Un ejemplo a la mano es el de las asociaciones teosóficas que se establecieron en Yucatán a partir de 1914 como una asimilación de influencias externas que reflejaron reacomodos políticos y crisis cíclicas en el orden internacional.

La rusa Helena P. Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica cuya estructura organizativa ganó presencia en varios países, define su núcleo conceptual como una síntesis de ciencia, filosofía y religión, reinterpretando con ello nociones bíblicas, védicas, cabalísticas y de otros orígenes, las cuales aderezó con ideas que adujo haber extraído de fuentes iniciáticas, tal como las plasmó en sus principales libros. Sitúa el desarrollo de la humanidad en periodos más remotos que los hasta entonces aceptados.

Aunque la capital de Yucatán fue el lugar donde se asentó la primera logia teosófica en el estado, con el tiempo la fraternidad sumó adeptos en otras poblaciones como Progreso, Ticul, Temax, Motul, Sotuta y Tunkás. Desde entonces, en diversos años contó con publicaciones periódicas que hicieron propaganda de su credo, reforzada por revistas extranjeras de la misma índole que llegaron por vía de Cuba. Además, la prensa de intereses más heterogéneos dio cuenta de sus actividades. Este aspecto de carácter divulgativo es un elemento que, por sí mismo, merece ser examinado en un contexto más amplio que haga explícitas las pautas que marcaron las relaciones de poder en la sociedad receptora.

Entre los investigadores que se han ocupado en describir o analizar estos patrones asociativos de raíz heterodoxa en suelo yucateco figuran Asael T. Hansen, Terry Rugeley y Beatriz Urías Horcasitas. El primero de ellos informa, en breves apuntes, que una pareja de franceses introdujo dichas creencias en la entidad en 1913, y que el movimiento congregó un número cercano a los 300 adherentes hacia mediados de los años 20. Por su parte, Rugeley traza algunas analogías entre la teosofía y el espiritismo, como la atracción que ambos ejercieron sobre las clases medias urbanas. Sin embargo, considera que la doctrina teosófica fue más elaborada que la de los seguidores de Allan Kardec.

Urías Horcasitas fue quien observó con mayor detalle el modo en que se implantó la teosofía en Yucatán, y juzga esta tendencia como una expresión local del proceso que documenta en su libro Historias secretas del racismo en México (1920-1950), editado en 2007. El caso yucateco lo presenta en un ensayo publicado en la revista Relaciones un año después. Plantea que, si bien las logias teosóficas no apoyaron de manera abierta las acciones de Felipe Carrillo Puerto durante su mandato, éste hizo uso de varios símbolos de la asociación para incorporarlos a las campañas propagandísticas del Partido Socialista del Sureste, como el triángulo y el rayo, e incluso el color rojo de sus emblemas. En este punto cabría recordar que, en el campo de los hechos culturales, algunas formas simbólicas pueden concordar en sus rasgos exteriores, pero su contenido y sus funciones varían según los marcos culturales que los acogen, por tal motivo las meras coincidencias morfológicas llegan a ser engañosas.

Si se admite que las políticas públicas a lo largo del territorio nacional no eran homogéneas en ese entonces porque las instituciones representativas del Estado mexicano estaban aún en vía de consolidarse, resultaría arriesgado suponer que las decisiones impulsadas por un partido regional respondieran de manera más o menos coherente a iniciativas de corte racista que varias figuras prominentes del ámbito federal hubiesen fijado como objetivo prioritario, de acuerdo con lo que la autora postula en el conjunto de sus investigaciones.

La revitalización del pasado prehispánico concuerda con los principios enarbolados por el nacionalismo de la época; en Yucatán se expresó como un despliegue táctico que las autoridades emprendieron para legitimar vínculos corporativos con sus bases sociales mediante las ligas de resistencia. Tiene sentido echar mano de este recurso en un medio en que la cultura tradicional maya constituye una vigorosa realidad cotidiana con la que el propio Carrillo Puerto sostuvo lazos estrechos. También es útil considerar el papel de las personalidades intelectuales que contribuyeron a extender los alcances de su programa político, ya que se rodeó de varias de ellas, quienes estaban familiarizadas con lecturas de carácter esotérico aun sin ser adherentes formales de agrupaciones teosóficas.

El trabajo de la doctora Urías contiene aportaciones notables, y pese a los matices que algunos de sus juicios reclaman dado el carácter exploratorio con que los emite, tiene el mérito de aplicar enfoques y métodos innovadores para aproximarse a los acontecimientos históricos que se propone esclarecer, además de contribuir a un conocimiento más amplio tanto de las bases de organización como de las creencias que sostuvieron los miembros de las logias teosóficas en Yucatán durante el segundo decenio del siglo XX.