Sepulturas perdidas – José Juan Cervera
10 Nov. 2023La muerte sugiere un repertorio de símbolos entre los que se encuentra siempre un referente espacial, un sitio preciso que acoge los restos áridos cuando la cultura funeraria fija las fórmulas y los rituales que corresponden a cada época.Tras vincularse con ellos, objetos y prácticas cumplen la función de evocar al ser ausente, y acaso la detransmitir connotaciones que la cercanía física impedía apreciar con claridad pero que al fin salen a flote. Si el tiempo agranda la brecha entre los usos sociales y las generaciones que los cultivan, el recuerdo se hace borroso y las facultades imaginativas pueden jugar un papel de reconstrucción figurada.
La memoria literaria de Wenceslao Alpuche (1808-1841) perdura gracias a los registros de biógrafos y comentaristas de su obra, principalmente contemporáneos suyos, aunque en la centuria siguiente alade su vida fue incluido en libros que brindan información básica sobre personajes peninsulares, si bien sólo algunos de ellos revisan con detenimiento la diversidad de fuentes disponibles, tal es el caso de Martín Ramos Díaz en La diáspora de los letrados(1997), que hizo una consulta exhaustiva de libros, opúsculos y publicaciones periódicas para fijar así un testimonio más vasto de la materia de su interés. Con estos antecedentes sería un exceso decir que se trata de un autor olvidado, pero por llevar el sello romántico de su tiempo ha perdido lozanía, sin que esto constituya un motivo suficiente para dejarlo de lado. Su papel en el desarrollo de la cultura de su época tiene un valor significativo por lo mucho que aporta para entender los cambios que rigen la existencia humana.
Los autores que se han ocupado de él consignan su nacimiento en Tihosuco cuando éste era aún un poblado yucateco, sus primeros estudios, sus dotes oratorias y su incursión en la política como legislador (a este respecto sólo Martín Ramos lo identifica como partidario de la república centralista). Su estancia en la capital del país lo llevó a relacionarse con otros jóvenes que alcanzarían un lugar representativo en la literatura nacional. Destacan sus poemas de aliento patriótico y amoroso, así como la crítica severa que el llamado conde de la Cortina dirigió en contra de algunas de sus composiciones. Vicente Calero Quintana reúne datos fundamentales acerca de Alpuche, pues además de haber tenido trato con él fue el primero en editar, en 1842, una muestra de su producción lírica.
Francisco Sosa no llegó a conocerlo, pero su padre tuvo amistad con él e incluso fungió en Tekax como encargado de recibir las suscripciones de la antología que Calero editó. En la introducción a la biografía del poeta, que publicó en 1873, asienta que siete años antes visitó el cerro de San Diego en la llamada Sultana de la Sierra, ya que ahí se le dio sepultura, pero no encontró ningún rastro de ella.Fabián Carrillo Suaste había tenido mejor suerte a principios de 1845, tal como relata al consignar su primer viaje a Tekax en uno de los artículos que reunió en su libro La colección literaria (1881). Dice: “…nos dirigimos a la ermita de San Diego, que del mismo modo que la de Oxkutzcab está sobre una de las eminencias de la Sierra, directamente al sur, tres cuadras de la plaza. Asciéndese a dicha altura por una rampa sinuosa y por lo mismo menos pendiente; orillándola por ambos lados pequeñas almenas hasta la cima que es una especie de terraplén, con la ermita en medio. Al pisar su atrio el primer objeto que se ofreció a nuestros ojos fue el sepulcro de don Wenceslao Alpuche a quien, como un privilegio acordado al talento, se le sepultó en la puerta principal del solitario y empinado templo de San Diego”.
En un lapso anterior a 1866, cuando Sosa emprendió su búsqueda infructuosa del sepulcro de Alpuche, sus restos habían sido exhumados del cerro y conducidos a la casa de un vecino de Tekax, de acuerdo con lo que afirma Edmundo Bolio Ontiveros en su Diccionario histórico,geográfico y biográfico de Yucatán (1944), pero ya no se supo más de ellos. Conviene recordar que Tekax formó parte de la zona en que los mayas rebeldes de la llamada Guerra de Castas efectuaron incursiones, y que en 1857 dicha ciudad fue escenario de una matanza que la población civil sufrió a manos de los sublevados. Es comprensible que en un ambiente de inestabilidad tan marcada se haya perdido la pista de los despojos del escritor.
El hecho de desconocerse el paradero de los restos mortales de Alpuche no constituye un caso único en la historia de la literatura mexicana ya que, por ejemplo, en 1940 el cuerpo del hidalguense Efrén Rebolledo fue arrojado a una fosa común en Madridtranscurridos once años de su deceso cuando cumplía la última de sus misiones diplomáticas. Y fuera del campo de la creación escrita, si se hace un leve paralelismo con aquellas tumbas perdidas, es grande el número de mexicanos que a lo largo de los años han sido víctimas de desapariciones forzadas tanto por la acción de la violencia institucional como de la delincuencia, y en este punto basta recordar la represión del movimiento estudiantil de 1968, el Jueves de Corpus de 1971, la llamada guerra sucia contra la guerrilla urbana en los setenta, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa en 2014 y los cadáveres de ciudadanos que acaban en fosas clandestinas conformando un panorama que cobra rasgos semejantes en otras naciones, pero que en este espacio de reflexión se enfoca desde la perspectiva de un país dolido que acostumbra conmemorar a sus muertos, muchos de ellos extraviados aún para zozobra de sus deudos.