A Carlomagno Sol y Daniel Sánchez

La riqueza intangible de la literatura de excelencia reserva para ella un lugar privilegiado en la estima de la posteridad, más aún si sus autores recibieron en vida el favor y el prestigio que su mérito reclama. En estos casos, las generaciones subsecuentes ponderan en juicios críticos los valores intrínsecos que hacen perdurar sus logros creativos. No todos los escritores pasan la prueba del tiempo, y entre los que logran hacerlo se cuentan aquellos que se adelantan a él proponiendo visiones frescas de lo ya conocido.

En la poesía mexicana, Ramón López Velarde fue uno de ellos. Su vida intensa y breve fue suficiente para convertirlo en uno de los forjadores de la expresión lírica que abriría caminos para postular un lenguaje libre de fórmulas gastadas y lastres convencionales. Entre sus compañeros de oficio hubo quienes reconocieron la singularidad de su impulso, que se reflejó claramente en su poemario Zozobra (1919), pero algunos, en cambio, lo juzgaron vehículo de caprichos y extravagancias que torcían la recta comprensión de los cauces habituales en que las creaciones de este género llegan a los lectores. Si bien sus giros y sus combinaciones de vanguardia podían resultar desconcertantes para un sector del público siempre minoritario de la poesía, de ningún modo podría afirmar que esta obra de madurez surgiese de una fuente confusa y arbitraria, porque sus textos mantienen una coherencia semántica que ha de captarse en uso del mismo grado de sutileza con que fueron concebidos, o acaso en una medida que se aproxime a él.

Para convencerse de la primacía estética del libro de López Velarde lo más indicado es leerlo, por supuesto. No hay que buscar mucho para hallar indicios de su calidad excepcional. Un ejemplo de la vibrante recepción de sus logros líricos y de los lazos que brotan a su vera es el disco conmemorativo del centenario de su natalicio, que unió a varios compositores e intérpretes mexicanos para dar vida a un conjunto de piezas vocales que toman como punto de partida poemas suyos, no todos provenientes de Zozobra, pero sí muchos de ellos. Canciones del íntimo decoro (Discos Pentagrama, 1988) toma su título de los versos iniciales de La suave patria (1921).

Y si fuera necesario ratificar el deslumbramiento que la potencia artística del autor jerezano sigue ejerciendo hasta la fecha, basta mirar la profusa bibliografía que en torno a su vida y a sus escritos se ha acumulado con los años, en atención de la lozanía que sus estrofas exudan sin mengua ni declinación.

Este poemario expresa la multiplicidad de matices que animan la condición humana, desgranando la experiencia vital que López Velarde supo plasmar y fundir de nuevo en sus versos, todo ello mediante un recuento de rasgos distintivos que configuran su discurso poético y la sustancia que rezuma: la preeminencia de la figura femenina, su gesto solidario con ella, la fe religiosa asumida como atributo dinámico –alejada por completo del peso muerto en que muchos la transforman–; el humor que equilibra las angustias de la existencia y, en fin, la mirada dirigida a la diferencia cultural que puede ampliar los alcances de la conciencia y de la voluntad, en tránsito de satisfacer anhelos de plenitud.

Todo… es el título de uno de los poemas de las cuatro decenas que Zozobra contiene, y puede ejemplificar la suma de elementos significativos latente en su obra: “Sonámbula y picante, /mi voz es la gemela /de la canela. //Canela ultramontana /e islamita, /por ella mi experiencia /sigue de señorita. //Criado con ella, /mi alma tomó la forma /de su botella. //Si digo carne o espíritu, /paréceme que el diablo /se ríe del vocablo; /mas nunca vaciló /mi fe si dije “yo”. //Yo, varón integral, /nutrido en el panal /de Mahoma, /y en el que cuida Roma /en la Mesa Central. //Uno es mi fruto: /vivir en el cogollo /de cada minuto. /Que el milagro se haga, /dejándome aureola /o trayéndome llaga. //No porto insignias /de masón, /ni de Caballero de Colón. //A pesar del moralista /que la asedia /y sobre la comedia /que la traiciona /es santa mi persona, /santa en el fuego lento /con que dora el altar /y en el remordimiento /del día que se me fue /sin oficiar. //En mis andanzas callejeras, /del jeroglífico nocturno, /cuando cada muchacha /entorna sus maderas, /me deja atribulado /su enigma de no ser /ni carne ni pescado. //Aunque toca al poeta /roerse los codos, /vivo la formidable /vida de todas y de todos; /en mí late un pontífice /que todo lo posee /y todo lo bendice; /la dolorosa Naturaleza /sus tres reinos ampara /debajo de mi tiara; /y mi papal instinto /se conmueve /con la ignorancia de la nieve /y la sabiduría del jacinto.”

La universalidad y la vivencia unitaria que simboliza su acento constituyen un patrimonio abierto a la intuición poética que las designa con elocuencia.

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