Inosente Alcudia Sánchez

Seamos sinceros y no nos avergoncemos. Todos conocemos a alguien, o a muchos, que han aceptado haber sido seducidos por la lengua viperina de ya saben quién, ingenuos encandilados que mordieron la manzana envenenada y engrosaron los 30 millones de votos que llevaron a la 4T al poder.

Tampoco nos victimicemos. Reconozcamos que ante el bulto burocrático de Meade y el calumniado Chico Maravilla Anaya, AMLO iba solo y ni necesitaba de nuestro apoyo para ganar la presidencia. En tantos años de candidato, el desertor del PRI, recluta del FDN, cofundador del PRD y creador y líder absoluto de MORENA, aprendió y ejerció las malas artes de la demagogia y los mágicos postulados del populismo y así embelesó hasta a los que, en elecciones anteriores, lo habían considerado un verdadero peligro para México.

Muchos de los –entonces– entusiastas seguidores de AMLO, sonrojados de vergüenza, desde hace tiempo reconocen que fueron engatusados por un falso profeta. Afirman que, además, se dejaron llevar por el coraje ante las evidentes tropelías de los políticos neoliberales y confiaron en el discurso que les decía lo que querían escuchar: justicia, honestidad, austeridad, servicios públicos de primer mundo, fin de la corrupción y de la impunidad y demás bellezas del paraíso terrenal, todo amontonado en algo que llamaron Cuarta Transformación. Hoy, la mayoría de aquellos adictos al obradorismo saben que no se trataba nada más de un buen eslogan, sino de una descripción literal: sin lugar a dudas, López Obrador se convirtió en un peligro para México y, al final de su sexenio, son pocas las áreas donde entregará saldos positivos.

Peor aún, ha dejado sembrada dinamita para explotar nuestro endeble edificio democrático: el Plan C, un conjunto de reformas constitucionales que, de ser aprobadas por los legisladores, destruirá el marco institucional que conocemos y nos hará regresar más de tres décadas, a los tiempos del partido único y de la presidencia imperial.

El predicador de las mañaneras ha esparcido insidia y polarización, la nación ha sufrido la negligencia e incompetencia de su gobierno, pero todavía estamos a tiempo de contener la destrucción total del país, de sus instituciones, de su democracia, de sus sectores productivos, de su concordia.

Las voces de decepción se multiplican. El sexenio de la frustración, lo llaman. Es de humanos errar y de humanos inteligentes rectificar. El actual proceso electoral no se trata de una disyuntiva ideológica, sino de la oportunidad para evitar que esta desgracia se prolongue cancelando las oportunidades de desarrollo a más de una generación y, peor aún, instaurando un régimen en el que prevalezcan, se normalicen, la violencia y el terror.

Como afirma Román Revueltas Retes, “un mal gobierno, cuando hay democracia, no es una tragedia irreversible sino una calamidad temporal”. La historia y la democracia nos otorgan un nuevo chance. Somos más de 98 millones de personas que podremos acudir a unas elecciones históricas para refrendar nuestra voluntad democrática. Ya conocimos lo malo, evitemos que llegue lo peor. Si hacemos lo correcto, en las elecciones del 2 de junio podremos comenzar a revertir la equivocación del 2018. Por los hijos, por los nietos, votemos para recuperar la esperanza.

Para la reflexión, comparto un texto del maestro Fernando Savater (Carne Gobernada, Editorial Ariel), referida por Héctor Aguilar Camín en su columna de Milenio:

“¿Por qué conserva la izquierda tan buena fama, a pesar de los crueles fracasos históricos que ha sufrido allí donde se ha impuesto?

Por una mirada sesgada que ha establecido la norma de juzgar a la izquierda por sus intenciones y a la derecha por sus resultados.

Si uno proclama que quiere acabar con la miseria y la desigualdad, sólo cabe aplaudir estos objetivos generosos.

¡Qué diferencia con las propuestas de la derecha, que hablan de prosperidad conseguida por medio del trabajo remunerado, de propiedad privada, de orden social basado en el cumplimiento de las leyes!

Es cierto que los hermosos planes de la izquierda nunca se han llevado a cabo. Pero ¿qué culpa tiene el ideal?

Lo excelente sigue siéndolo aunque los que se dedican a predicarlo no tengan ni idea de cómo conseguirlo o, aún peor, logren con sus medidas políticas lo contrario de lo que persiguen”.