De elecciones de ayer y hoy

Inosente Alcudia Sánchez

Fue en mi infancia, durante una de esas temporadas que pasaba con mi padre en los aislados caseríos de la comarca Tepetiteca, cuando tuve mi primera experiencia electoral. Ni a caballo ni en lancha apareció algún candidato por esos rumbos dejados a la buena de Dios, ni hubo propaganda que diera cuenta del nombre de los competidores, ni nadie se enteró de las habituales promesas de campaña, pero, con la anticipación debida, llegaron las cajas con las boletas y los implementos para la instalación de las casillas que se acomodaron a la sombra de un galerón con techo de láminas de zinc que hacía las veces de auditorio de las asambleas ejidales.

El domingo de la elección transcurrió sin novedad. Como era costumbre, un día antes la autoridad sacrificó un novillo para preparar las viandas con que se agasajaría a los vecinos investidos de funcionarios de casilla, y se incentivaría la concurrencia de los ciudadanos, de manera que la jornada, en efecto, fuera una fiesta cívica. En estos tiempos, el día de las votaciones, por encima de los comisarios ejidal y municipal, la máxima autoridad de las comunidades y rancherías comprendidas en la sección electoral, era el presidente de casilla, el cual podía disponer de bienes y recursos públicos y comunales, de considerarlo necesario, para el buen desempeño de los comicios.

La calurosa jornada electoral avanzaba sin sobresaltos, se respetaron la libertad y la secrecía de los sufragios y con civismo ejemplar acudían todas y todos a cumplir su obligación ciudadana. Pasado el mediodía, cuando había votado la mayoría de los que tenían derecho a ello, se repartieron los abundantes alimentos para festejar el suceso democrático. Hasta que llegó el último de los ciudadanos apuntado en la lista nominal (un campirano que se atrasó cuidando un becerro recién nacido), se cerró el proceso de recepción de sufragios y, de inmediato, se procedió al conteo de los votos.

El escrutador mostraba la boleta y gritaba el nombre del partido de siempre, mientras el secretario llevaba la cuenta de los votos y el presidente disfrutaba sus últimos momentos de poderío. No había sorpresas, aquellos pantanos también eran territorio del Ogro Filantrópico y, naturalmente, el PRI hegemónico se enfilaba a obtener el 100% de apoyo popular.

De repente, el vecino que anunciaba el sentido de los votos suspendió su entusiasmada labor, el asombro enrojeció su rostro, planchó con sus manos la hoja de papel y, tartamudeando, como si diera lectura a una palabra desconocida, deletreó en voz baja, avergonzado: “PE-ESE-TE” (PST, Partido Socialista de los Trabajadores).

La pronunciación de esas letras conmocionó a los asistentes, algunos se acercaron a constatar con sus propios ojos aquel despropósito y, ante lo desconocido del hecho, les llevó tiempo a los funcionarios de casilla recomponer los formularios diseñados para asentar la unanimidad. La noticia del sufragio insumiso se esparció por rancherías y ejidos y durante meses fue tema de controversia en la pesca y en la milpa. No era para menos: nadie lo sabía, pero ese voto surgido del anonimato fue parte del comienzo de una disidencia que, décadas más tarde, dio lugar a la pluralidad democrática de nuestros días.

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Quizás sea la edad, pero, en esta ocasión, me conmoví al acudir a las urnas. Representantes de candidatos y partidos, además de los funcionarios de casilla, cuidaban que la votación transcurriera ágil y en paz. Prevalecían el entusiasmo, el respeto y la alegría. Asistí con emoción ciudadana y la convicción de que la democracia solo tiene sentido si cumplimos nuestros deberes y ejercemos nuestros derechos. A diferencia del México de mi niñez, ahora la diversidad política se ha asentado entre nosotros y los votos tienen un valor real: son el instrumento para que los ciudadanos definamos el país que queremos. Nos toca alentar y respetar, entonces, la pluralidad de pensamiento y, entre todos, cuidar nuestras instituciones democráticas.

Muchos negocios se sumaron a la fiesta cívica y ofrecieron recompensas a los electores, así que después de emitir mis sufragios, blandiendo el dedo manchado de tinta indeleble, fui por un café gratuito y me instalé en mi propio búnker a ver cómo transcurrían las votaciones. Empecé a escribir estos apuntes y, entrada la tarde, me dediqué a extrañar a mi hijo que, por primera ocasión, votó en una casilla especial.

Azuzado por la curiosidad, cerca de las 10 de la noche, regresé al centro de votación a conocer los resultados. Las cifras me parecieron alentadoras: en nuestra sección electoral había sufragado el 77% de la lista nominal, Xóchitl recibió el 44% de los votos, Claudia el 32% y Máynez el 22%. Tomé fotos a las cartulinas con los datos –y las firmas de siete representantes de partidos– y las compartí con algunos amigos. No tardé mucho en enterarme de que, en la elección nacional, esos números eran la excepción, una gota de agua arrasada por el tsunami de votos a favor de la candidata del oficialismo. El martes verifiqué en el PREP y, sí, ahí están los números que dan cuenta de la minúscula disidencia, el testimonio reiterado de que la uniformidad no es atributo de la democracia.

Hay quienes hablan del nacimiento de “un nuevo animal hegemónico”. No sé. Los científicos al poder, me digo. Acaso sí estamos ante un recomienzo y nuestra casilla, con sus números inusitados, representa aquel voto solitario que, en mi infancia, rompió la unanimidad a que convocaba el avasallador partido dominante de esos tiempos. No sé.