Inosente Alcudia Sánchez

Él no eligió estos avatares. Después de una madeja de enredos políticos, electorales y judiciales, el improbable destino fue configurando las circunstancias que lo trajeron hasta aquí. No aspiraba a tanto: a tanto protagonismo, a tanto compromiso, a tanta carga histórica. Tan solo cumple el encargo de ocupar el lugar que le correspondía a otro. Sin embargo, la eventualidad del azar lo puso en una de esas encrucijadas que reclaman, más que toneladas de heroicidad, unos escasos gramos de convicciones. En consecuencia, es probable que, en las últimas horas, haya vivido lo más parecido a un sueño o una pesadilla: hechos que rebasaron sus capacidades y que intentó explicar con una justificación imposible.

No, desde luego que nuestro protagonista no tiene el arrojo de Leónidas, ni fue entrenado para enfrentar algún sacrificio que fuera mayor al de procurar el bienestar de los suyos. Por eso, cuando se requirió de su auxilio para salvar de la destrucción a la República, abandonó el campo de batalla, se escondió del estruendo que inundó a la Patria al caer el último de sus pilares y se guareció en el único lugar donde se sintió a salvo hasta del llamado de sus correligionarios: en el resguardo que le brindaron los victimarios.

Su ausencia se hizo notar en aquella jornada histórica. Clamaban por él los espartanos, ni siquiera para ganar una batalla que se adivinó perdida desde el inicio, sino por la incertidumbre de ignorar su paradero. ¿Dónde está? Era el coro que resonaba en los caminos de las redes sociales. Con una solidaridad desesperada, equipos naranjas de exploración salieron en su búsqueda. Dieron con él cuando el hecho ya era irrelevante: la guerra por la prevalencia de la Ley y el Derecho estaba cerca de concluir.

Salió al fin a la oscuridad de la noche y de su vida. El paso de las Termópilas había caído y los ganadores se aprestaban a no dejar piedra sobre piedra. La historia había sido escrita por una traición y una ausencia. ¿O fueron dos traiciones, a secas? Nuestro personaje no se inmutó ante el desastre. Al fin y al cabo, él no había pedido aquella responsabilidad, ni había buscado ese momento de trascendencia, ni le interesaba hacerse un lugar en el inventario de los héroes. Para él, el interés particular había estado siempre sobre el deber público. Afortunada o desafortunadamente –dijo– lo educaron para decidir que PRIMERO ES LA FAMILIA, así con mayúsculas.

El hombre incumplió el juramento con que asumió el cargo. El pueblo le demanda no haber defendido a la Constitución y a la República y no haber estado cuando la nación más lo necesitaba. Es de esperar que, ahora que sabe de qué se trata el puesto que le encomendaron, se declare incapacitado para ejercer tal responsabilidad y decline el nombramiento. O quizás no sepa que su presencia en el Senado será una impostura, un fraude a la confianza y al presupuesto públicos, el alias del agravio que lo perseguirá: “Por El Escapista, va mi voto a favor”, no dejó pasar la oportunidad del escarnio el líder de la mayoría. De todos modos, de aquí en adelante, su papel será irrelevante: despreció el lugar que la historia obsequia a quienes asumen que La Patria es Primero.

Que nadie se llame a engaño: quién sabe cuántos cargos gubernamentales son ocupados por militantes dispuestos a anteponer el beneficio personal a sus obligaciones públicas, por más trascendentes que estas sean.