Inosente Alcudia Sánchez

Tuvimos la plática que nunca tuve con mi padre. Hablamos con miedo, pero hablamos largo y sin reservas. No hay nada más difícil que ese encuentro: padre e hijo confrontando sus visiones, argumentando cada uno desde sus respectivas experiencias. Un padre que se resiste a ser hijo y un hijo que se descubre dispuesto a ocupar el papel de jefe de la manada. No son la edad ni la experiencia las que marcan la diferencia. La paternidad es una extraña conjunción de sentimientos que nos dificulta reconocer al hijo que criamos, en esa persona que de un día para otro se ha convertido en amigo, hermano, padre, maestro. 

Entre silencios y tropiezos, la conversación nos internó en las bifurcaciones con que a diario nos desafía la vida. Encrucijadas que, la mayoría de las veces, parecen irrelevantes, pero que en ocasiones pueden ser decisivas para nuestra existencia o la de otros. En gran medida, vivir es elegir, asumir riesgos. La vida es una constante toma de decisiones, en la que avanzan paralelos el azar y el libre albedrío, y en la que se suceden, inevitables, aciertos y fracasos. En el espíritu humano conviven y se contradicen dos pulsiones, la que nos impulsa a ir más allá, a esforzarnos sin claudicar, y la que nos ata a la zona de confort. En esas disquisiciones estábamos cuando llegó en mi auxilio Murakami. Nunca me había parecido un relato tan oportuno. Quizás sus moralejas le sirvan a alguien más. Les comparto esta historia de After Dark (Tusquets Editores):

Tres hermanos salieron a pescar, zozobraron por culpa de una tormenta y flotaron mucho tiempo a la deriva hasta que fueron arrojados por las olas a la playa de una isla deshabitada. Era una isla muy hermosa, con muchas palmeras, con árboles cargados de frutos y una montaña altísima irguiéndose en el centro de la isla. Aquella noche, un dios se apareció en sueños a los tres hermanos y les dijo: “En la playa, un poco más allá, encontraréis tres grandes rocas redondas. Empujadlas hasta donde queráis. Y allí donde os detengáis será donde viviréis. Cuanto más arriba subáis, tanto más lejos alcanzaréis a ver el mundo. Decidid vosotros hasta donde queréis llegar”.

(….)

Tal como les ha dicho el dios, los tres hermanos encuentran tres grandes rocas en la playa. Y tal como les ha dicho el dios que hagan, empiezan a empujarlas. Las rocas son muy grandes y pesadas, cuesta mucho moverlas y, además, hacerlas rodar pendiente arriba es terriblemente duro. El hermano menor es el primero en dejar oír su voz. “Hermanos”, dice, “a mí ya me parece bien este lugar. Está cerca de la orilla y aquí podré pescar. Tendré suficiente para vivir. No me importa que mis ojos no alcancen a ver el mundo en toda su magnitud.” Los otros dos hermanos siguieron avanzando. Pero, al llegar a media montaña, el segundo hermano deja oír su voz: “Hermano, a mí ya me parece bien este lugar. Aquí hay fruta en abundancia y tendré suficiente para vivir. No me importa que mis ojos no alcancen a ver el mundo en toda su magnitud.” El hermano mayor siguió avanzando por la cuesta. El camino era cada vez más estrecho y escarpado, pero él no flaqueó. Tenía un carácter muy perseverante y deseaba ver el mundo en toda su magnitud. Así que siguió empujando la roca hasta la extenuación. Tardó meses, casi sin comer ni beber, en arrastrar la roca hasta la cima de la montaña. Una vez allí, se detuvo y contempló el mundo. Alcanzaba a ver más lejos que nadie. Allí era donde viviría en lo sucesivo. En aquel lugar no crecía la hierba, ni tampoco volaban los pájaros. Para beber, sólo podía lamer el hielo y la escarcha. Para comer, sólo podía mordisquear el musgo. Pero él no se arrepintió. Porque podía contemplar el mundo entero…

….

Hasta aquí el mito que narra Murakami. Las moralejas pueden ser muchas. A mí, la historia me cayó como anillo al dedo: hay impulsos profundos, inexplicables, que nos hacen diferentes y nos otorgan a cada quien un lugar en el mundo. Aunque no hay un solo punto de partida, ni una misma línea de arranque, ni un piso parejo que nos nivele, al final, cada uno lleva su propia roca hasta donde quiere –y puede–, empleando todos sus esfuerzos. Y Daniel comprendió que tiene que seguir empujando la piedra “si quiere contemplar el mundo más lejos que nadie”. Yo decidí quedarme cerquita de la playa, nomás porque sé que él me contará cómo se ve el mundo. O, mejor aún, lo veré a través de sus ojos.