Inosente Alcudia Sánchez

En el principio, el mundo era agua. Ahí estaban los ríos, plácidos o turbulentos, que escurrían desde las montañas hasta el mar, acompañados por una maraña de arroyos que se dispersaban como raíces caprichosas mientras iban alimentando innumerables lagunas que parecían espejos donde el cielo se hacía trizas brillantes. Los pantanales se prolongaban hasta más allá de donde llegaba la mirada, igual que un océano vegetal inexplorado, inexpugnable.

En medio de aquel mundo acuoso, habitábamos una casa de madera, sembrada en uno de los islotes del archipiélago que conforman las pocas tierras altas a salvo de las recurrentes inundaciones. De un lado estaba el arroyo, una fuente de alimentos que nos servía, además, de enorme alberca donde muchos aprendimos a nadar antes que a caminar. El niño que recuerdo era feliz nadando y remando en sus aguas oscuras, una modalidad de diversión infantil solo posible en aquellas ciénagas. 

Cuando la sequía apretaba, el cauce del arroyo se reducía y quedaban pozas que se convertían en el refugio de toda clase de especies acuáticas: desde ranas y anguilas hasta mojarras y pejelagartos. En esas temporadas, había tardes en que acompañaba a mi padre a pescar o a tirar la tarraya; y, en otras ocasiones, caminábamos por la orilla, él delante de mí, hundiendo el machete en el fango que me llegaba hasta la rodilla, buscando que la fortuna le permitiera atinar en el caparazón de algún quelonio que la suerte hubiera puesto en nuestro camino. Esas riberas eran intransitables. Estaban infectadas de pencas espinosas de los jahuactales que crecían a su vera, por lo que de esas caminatas regresaba surtido de espinas que mi padre extraía con su pulso de cirujano, alumbrado por su foco de pilas “Rayovac” que, seguramente, habían sido recargadas con la luz y el calor del sol. Sí, a aquellas baterías se les aprovechaba hasta la última gota de electricidad: alimentaban tres artículos de primera necesidad en aquellas soledades: las lámparas de mano de mi padre, la radio que servía a todos para enterarnos de cómo iba el mundo y el tocadiscos de mis hermanos, donde escuché a Los Beatles, la Sinfonía 9 de Beethoven y a Los Terrícolas. 

Del otro lado de la casa, al fondo de un potrero, se extendía el popal interminable. En las noches más negras, al fondo del horizonte, se divisaba un resplandor que, según decía mi padre, era causado por el alumbrado público de Tepetitán. Durante el estiaje, el pantanal se convierte en una planicie de suelos movedizos: sobre el agua flota una gruesa acumulación de juncos y otras plantas acuáticas, sobre las cuales uno puede caminar sin mojarse los pies. Abajo de aquel manto vegetal flotante, formado a lo largo de los siglos, vivían lagartos y una enorme variedad de especies acuáticas, igualmente prehistóricas.

A veces iba con mi padre solo para disfrutar del paisaje o a capturar camarones, que nos servían de carnada para la pesca. No salí indemne de esas incursiones: atesoro en uno de mis dedos la cicatriz de la mordida de una hicotea malhumorada, y no olvido la repulsión y el miedo que me causaba ver una especie de lampreas, negras y gelatinosas, prendidas a mis piernas, intentando succionar mi sangre. Afortunadamente, mi padre tenía remedio para todos los males del pantano, incluidos estos: si la tortuga se negaba a aflojar la mordida, él procedía a quemarle la cola y, siempre, el quelonio prefería huir antes que seguir con su terquedad mordedora. Para despegarme a los invertebrados chupasangre, bastaba con que dejara caer sobre ellos una gota de su saliva, envenenada por su eterno bocado de tabaco.

De aquellos humedales, como los llaman ahora, me quedan dos postales:

Recuerdo días de humo y cenizas, y noches de cortinas de fuego iluminando el confín oscuro del mundo. Eran incendios colosales, cuyo origen se atribuía a descuidos humanos o a desfiguros de la naturaleza, conflagraciones que dejaban tras de sí un desierto negro y humeante, cuyo final sucedía hasta que los aguaceros apaciguaban las flamas y el calor. Contra lo que pudiera esperarse, a pesar de su magnitud, los daños a la fauna no eran catastróficos. Aquí y allá quedaban tortugas, culebras y tlacuaches asados que no habían logrado escapar de las llamas, pero representaban una pérdida beneficiosa: zopilotes, gavilanes, garzas, halcones, tigrillos y demás carroñeros saciaban el hambre y hasta engordaban sin mayor esfuerzo. El fuego solo renovaba el verdor del pantano mientras, abajo, el criadero animal permanecía intacto, como desde el origen de los tiempos.

Lloviznaba. Era una tarde normal para los días de octubre. Después de tres meses de lluvia, el popal se había desbordado, y las tortugas, mojarras y pejelagartos delataban su presencia al nadar entre el pasto anegado. Ahí estaba yo con mi padre, con el agua hasta la cintura, él armado con una fisga y yo con el morral para guardar la pesca, cuando comenzamos a escuchar un ruido que era una anomalía en la silenciosa soledad de aquel lugar. “Oye”, me dijo mi padre, mientras oteaba el horizonte. Y lo oí. Era un sonido similar al de los motores fuera de borda, pero no provenía del río, sino de lo profundo del pantano. El ruido fue creciendo y acercándose, hasta que, para mi asombro, un vehículo emergió entre los tupidos jacintos de flores moradas. Era un todoterreno que cumplía las funciones de lancha, cayuco, caballo y automóvil capaz de vencer los atascaderos más peliagudos. Del camión descendieron tres hombres que platicaron largo rato con el padre-profesor. Eran ingenieros marcando una ruta de exploración petrolera que, cinco décadas después, acabaría con el paraíso: la inexpugnable popalería fue vencida por carreteras de grava, tuberías sin fin y terraplenes desde donde se perforan los pozos que extraen el oro negro. Como si fueran candiles gigantescos, altísimos mecheros queman el gas del subsuelo y con su flama iluminan las oscuridades que alguna vez habitaron los espantos de mi infancia.

Los arroyos se han azolvado, pero los ríos siguen con su corriente eterna. Aprender a nadar fue, un poco, aprender a vivir. Kalimán resuena en la tarde. El progreso nos llegó desde los popales.