Inosente Alcudia Sánchez

Al terminar el primer año de secundaria, con buen tino, mi padre decidió que no estaba hecho para sobrevivir en las intemperies de la comarca tepetiteca y me despachó en pos de una vida menos ruda. Fueron pocos los compañeros de mi generación que se quedaron en el monte: la mayoría migró a Macuspana, Villahermosa u otras localidades, donde continuaron sus estudios y encontraron modos de vida ciertamente más amables. Es la historia del país: el desalojo de lo rural y el crecimiento de lo urbano. “Urbano”, gran nombre; así se llama un profesor que, recién egresado, se estrenó dando clases en uno de los dos salones donde cabíamos todos los estudiantes de los seis grados de primaria. Él no lo supo, pero tuvo un conflicto grave conmigo: enamoró y se hizo novio de la muchacha que ocupaba mi corazón infantil. Ella iba casi a diario a lavar ropa a la sombra de un viejo árbol de mango, a la orilla del río. Nosotros, los niños de entonces, durante el recreo corríamos a jugar entre unos bambús que se alzaban al lado de la batea de madera donde la mujer más bella del mundo se hundía en las espumas de jabón. Ensimismada en su labor, ella nunca me vio. Yo, en cambio, fingía divertirme para disfrutar el milagro de su hermosura.

Motivado por la curiosidad o quizá por la nostalgia, un verano volví a Tepetitán. Habían pasado muchos años desde que partí en un autobús que transportaba tanto a personas como a animales de patio. De niño, la revoltura de olores encerrada en el camión, aderezada de calor sofocante, me provocaba unos vómitos incontrolables. La solución que encontró mi madre fue someterme a un estricto ayuno para que, a pesar de las náuseas, no tuviera en el estómago qué devolver. La medida funcionó, aunque yo arribaba a nuestro destino al borde de un desmayo. Ahora, regresaba en coche, solo y de repente, sin decirle a nadie, como si se tratara de una excursión indebida. Acaso haya algo de obsceno en ese intento por encontrarnos con lo que fuimos que, junto a la incertidumbre de no saber lo que encontraremos, me impulsó a hacer el viaje en solitario.

Llegué a media mañana y estacioné el vehículo en una calle cercana al parque. Alguna autoridad con afán de trascendencia había extirpado los frondosos árboles de mis recuerdos y, en su lugar, unas varas deshojadas luchaban por sobrevivir. El sol todavía era tolerable, así que caminé hasta la orilla del río: su corriente oscura arrastraba pequeños remolinos y, en la ribera de enfrente, se erguían los enormes árboles de siempre. Allá, al otro lado del río, se extendía el territorio donde campearon espantos y supersticiones. Un malecón de concreto recubría el costado de los barrancos que en mi memoria eran de tierra roja. Una lancha asomó en el recodo del río. Era una embarcación grande que parecía al borde del naufragio y, conforme se acercaba, en mi mente se aglomeraron emociones, nombres, imágenes, voces, en un desordenado hervidero de remembranzas.

Aturdido, volteé y, al otro lado de la calle, como si no hubiera pasado el tiempo, vi la fachada alta y sin ventanas, casi carcelaria, de la escuela primaria Marco E. Becerra. No estudié en ella, pero la conocía bien. Durante la secundaria, en el patio, ensayábamos los zapateados de educación artística. Ahí también se efectuaban las periódicas asambleas de profesores a las que acudía mi padre. Mientras él entraba a alguno de los salones a cumplir sus tareas, yo me entretenía en los desvencijados juegos del parque, especialmente en una resbaladilla metálica que me dejaba la ropa y las manos amarillas de óxido.

En una de esas aulas sufrí mi peor experiencia literaria. A mi padre se le ocurrió inscribirme en un concurso de su zona escolar que consistía en escribir un cuento. Ni siquiera cursaba la primaria y no sé de dónde sacó que yo podría competir. Me llevó, entonces, a esa aula en la que otros niños, mayores y desconocidos, ocupaban una decena de pupitres. He olvidado los detalles del concurso, pero se trataba básicamente de redactar una historia. Una vez que tomé el lugar que me asignaron, mi padre se fue a hacer sus cosas, y yo quedé abandonado en un universo recóndito, rodeado de seres extraños; igual que un náufrago sin nada a qué asirse. Entre el esfuerzo de construir las ideas de mi texto y la ansiedad que por momentos me asfixiaba, transcurrieron los larguísimos minutos de aquella mañana. Agotado el tiempo, entregué una hoja con una narración inconclusa y con una escritura temblorosa, casi inentendible: las ideas se me habían enredado entre el miedo y olvidé el final del relato. No recuerdo que mi padre me recriminara, supongo que cayó en cuenta de que meterme en ese lance había sido un exceso.

Iba a dar el medio día. Los transeúntes me esquivaban como a cualquier estorbo; indiferentes a mi presencia, ni siquiera interrumpían sus pláticas. Ningún semblante medianamente conocido cruzó ante mi mirada acuciosa, aunque no era difícil diferenciar a los residentes del pueblo y a quienes venían de las rancherías. Aparte de su indumentaria, con sombrero y botas de hule, me parece que los foráneos exhalan un sentido de urgencia que los distingue. Avancé unas cuadras y me invadió una sensación extraña, un desasosiego parecido a la angustia que me invadió en mi niñez al estar en aquella escuela claustrofóbica. Las casas eran las mismas, con sus mismas ventanas de madera y techos de láminas que despedían reflejos brillantes. Había entrado en una postal. Otra vez me sentí invisible, ajeno a todos, a todo, desamparado, como muchos años atrás ante la emergencia de un escrito.

Regresé sobre mis pasos y partí. Sonaba en la radio Te lloré un río, de Maná, y mientras la tarareaba sentí que había echado a perder una etapa de mis recuerdos. De aquella incursión rescaté algunos poemas que pretendieron ser un borrón y cuenta nueva para los pendientes de la adolescencia. “He llegado hasta aquí para recoger la sombra de mi rastro”, empiezan.

Nunca logré recordar el argumento del cuento de mi infancia. Quizás el agobio que, hasta el día de hoy, me causa la hoja en blanco sea un resabio de esas horas y, sin saberlo, como Sísifo y su roca, cada inicio de un texto sea el intento por concluir aquel relato olvidado: el cuento imposible que, de alguna manera, me ha traído a escribir estas notas.