La admiración que se gana en vida y el afecto que se prodiga en ella son bienes que pueden prolongarse más allá del último aliento. La partida del maestro Roldán Peniche Barrera (1935-2024) confirma esta idea que sólo algunas personas, entre muchas otras, logran encarnar por completo. Se distinguió como escritor y como ciudadano creó lazos firmes que estrechó con la misma energía desprendida de sus obras.

El maestro Roldán recorrió el camino en que pueden acogerse casi todos los géneros literarios, residió fuera del terruño y maduró experiencias que lo acercaron de nuevo a él tras una apreciación serena del valor que la cultura de origen aporta en el proceso civilizatorio en su conjunto. Reconoció la fuerza de los mitos que perviven agazapados en las actitudes y en el pensamiento de las sociedades modernas, y a ellos dedicó una parte significativa de su capacidad de estudio, al igual que su empeño creativo.

Sus novelas, cuentos, ensayos y crónicas despiertan un interés genuino en su lectura, y sus poemas conectan con el sentido de todas las demás expresiones que lo identifican como autor. En su último año de vida dio a conocer un poemario gestado en la misma savia de otros dos que lo antecedieron, pero en el que acentuó un dejo melancólico, lúcido y evocativo que bien puede juzgarse un testamento lírico, portador de una conciencia sumergida en la plenitud de un ciclo que se cierra sin retorno posible.

De este modo, La luz de los años y otros versos (2024) corona la trilogía comprometida en Versos de luna negra (2002) y Entre el sudor y el tiempo (2011), con episodios que vuelven a inspirar meditaciones y gozo estético desde ángulos distintos de los que abordan sus predecesores. En su primera sección se atestigua el aprendizaje expectante de la infancia, la diversidad sensorial que se despliega ante ella y la guía paterna que pertrechó el intelecto de estímulos perdurables junto a la figura de la madre cuya destreza musical transporta resonancias en el recuerdo. Los viejos retratos familiares, los animales consentidos que acompañan la siesta doméstica y los árboles del patio colmado de trinos inyectan colores intensos en vivencias de sello profundo.

Concluida la etapa en que la crianza y el adiestramiento visten impresiones tempranas, llegan los tiempos de compartir prácticas deleitosas, palabras rituales y coloquios feraces en recintos de camaradería y en paisajes que afirman o proscriben sensaciones preciadas, comienza a llevarse el registro de fisuras y alejamientos, de sombras expandidas y certidumbres que ceden ante una realidad más vasta que las apariencias: “Entre el éxtasis de tu sonrisa / y la azulada fuente de tus ojos / se me deshace la cuenta de los días, / En el milagro de mis aguas caribeñas /restauro al pie de mi bandera / los desgarros del alma / y mi retórica en nada más que silencio. // Vestida de vaqueros / te marchaste por el camino blanco / abandonándome en el tedio vespertino / ante las olas del mar, / la barca del pescador a medio hundir / y la aleta del tiburón / rozando mi amargura”.

Un día tras otro, se asienta la edad de soltar amarras y ensayar recuentos en que la gratitud equilibra el peso de los desengaños, cuando la mirada conquista territorios que los apremios mantuvieron ocultos. La persistencia del viento que predispone el ánimo en sus pasajes y modulaciones, las tardes que matizan estados taciturnos y los elementos esenciales auspician fases emergentes en el tránsito del ser.

“A mi muerte, / he pedido a mis deudos / arrojar mis cenizas al mar.”. Entre dones rememorados y pasos fugitivos, los oleajes marinos, sus lechos providentes y las vistas que circundan el rastro de sus mareas irrumpen cuantas veces caben en la memoria que las filtra, atenida a sumar en sus giros el reposo postrero de una presencia que recibe la salinidad de sus aguas.