NIZA PUERTO

Todo aquel que crea que la extradición del ex director de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya, obedece a la necesidad, inquietud o a simples ganas de ajusticiar a ex funcionarios de gobiernos panistas y priistas, a razón de su apertura de boca, como buen sapo o testigo protegido, en realidad no ve más allá de su nariz.

Estos hechos inadmisibles para la justicia de México, no son más que otra burla del gobierno de AMLO y el objetivo principal se llama: Elecciones de 2021. Así es, se trata de una jugarreta por demás perversa en la que esta administración se burla de la justicia, de la política y de los mexicanos, con el afán de poder ponerle un pie en el cuello a todo opositor que pretenda moverse en el proceso electoral que inicia el próximo 1 de septiembre.

Nada más asqueroso, nada más manoseado, nada más antidemocrático.

Así es. El gobierno pejelagartista está obstinado en ganar las elecciones del próximo año, a fin de seguir manipulando a sus anchas al Congreso de la Unión. Sabe bien que de manera limpia y democrática, la mayoría de la Cámara de Diputados está prácticamente perdida en la próxima legislatura, producto del voto de castigo que se espera para mediados del próximo año.

De ahí que AMLO incurra en movidas desesperadas como el querer despedazar el Instituto Nacional Electoral, instancia que quizá sea la única que reporta un crecimiento real en sus funciones en los últimos 210 años, al haber actuado democráticamente en los comicios de 2018, lo cual al Presidente AMLO le funcionó en su momento, le sacó provecho al respetarle el triunfo, pero hoy esos principios básicos de transparencia, honestidad, certeza, legalidad, entre otros, hoy al presidente simplemente le estorban.

Lo mismo pretende con triquiñuelas trilladas como la captura de César Duarte, ex gobernador de Chihuahua, y ahora con la repatriación de Lozoya, ambos casos sumamente mediáticos que, el presidente cree, le rendirán frutos, le generarán adeptos.

Pero no sólo se trata de una estrategia mediática momentánea, no, él sabe que el hecho de traer a Lozoya en calidad de sapo, pone a temblar al antiguo régimen desde ex presidentes de la República, hasta aquellos que ostentaron cargos medianos.

Y que nadie dude, nadie, que al avanzar el tiempo y si AMLO siente que su capital político ha disminuido a tal grado que la derrota esté garantizada, será capaz de llevar a cabo un histórico encarcelamiento de un ex presidente, aunque esto le signifique poner la vara con la que él mismo pudiera ser medido al terminar su mandato.

Entonces no se trata, para nada, de una intención de procurar y mucho menos de impartir justicia, pues si así lo fuera, Lozoya sería juzgado por su presunta participación en delitos. Esto no es más que una perversa maniobra política en la que AMLO pretende tener listos una serie de expedientes en contra de múltiples funcionarios, los cuales serán utilizados en caso de considerarlo necesario.

De esta manera vemos la forma tan vilipendiada en que el presidente trata a la justicia y a la política, llevándose entre las patas al país completo y burlándose de sus ciudadanos, pues está visto que sus acciones están muy lejos de ambos conceptos.

La prioridad no es la aplicación de la justicia sino la estigmatización de la corrupción; no lo es tampoco llevar a tribunales a los responsables que pudieran resultar de las supuestas revelaciones que Emilio Lozoya se dice hará en el proceso que no ha comenzado, incluido el expresidente de la República Enrique Peña Nieto sujeto a una consulta popular en la que López Obrador, afirma, votaría en contra.

AMLO no ve el pasado, sino mira hacia el futuro en su empeño por ganar votos en las elecciones de 2021 y luego en la que espera obtener la confirmación de su mandato en 2022. El propio presidente se ha encargado de mantener en la opacidad la detención de Emilio Lozoya y de propagar datos sobre lo que el extraditado pueda aportar, pasando así por sobre la autonomía, que no independencia, de la fiscalía general.

De hecho el traslado de Lozoya a un hospital privado está plagado de irregularidades que podrían aducirse como violaciones al debido proceso una vez iniciado el juicio. No fue un juez el que ordenó que lo llevaran a una clínica particular. Lozoya tampoco ha sido puesto a disposición de juez alguno ni ha habido orden judicial para su permanencia en ese lugar, hasta ahora mantenido en secreto.

En el lado perverso del nuevo sistema acusatorio, los testimonios del testigo obedecen a los dictados de la parte interesada, que es el gobierno, pero no prevén jamás su exoneración ni la suspensión de la acción penal. En el caso de Emilio Lozoya las revelaciones que, se dice, podría aportar sólo servirían para reducir o mitigar las penas por las que fue extraditado, pero –en teoría– no lo liberarían de las culpas de las que es acusado.

El caso Lozoya se encuentra cada vez más politizado y exento de la debida transparencia que exigiría la opinión pública, amén de la falta de autonomía de la Fiscalía, cuyo titular ha sido exhibido por su propio jefe.