Inosente Alcudia Sánchez

Las consecuencias de seis años de polarización, de incitar al odio y generar rencores, se expresarán en las urnas el próximo 2 de junio. El presidente López Obrador conocerá, cuantitativamente, los efectos de su retórica mañanera: por encima de la popularidad que le atribuyen las encuestas, en la soledad de las urnas la ciudadanía tendrá la oportunidad de aprobar, o reprobar, el monólogo que con disfraz de conferencia de prensa se ha divulgado a diario desde Palacio Nacional.

Y es que, en un ejercicio de gobierno inédito –al menos en nuestro país– López Obrador ha gobernado con decretos y, sobre todo, con su perorata diaria. Desde luego que el discurso es la herramienta del político, pero el gobierno debe conducirse –según los especialistas– desde su propio marco institucional: el de las políticas públicas.

Siempre he pensado que los políticos deben improvisar lo menos posible en sus intervenciones públicas. En algún lado leí una cita que atribuyen al presidente López Mateos: “al darme cuenta del poder que tiene la palabra del Presidente, me prometí no volver a improvisar”. Efectivamente, las palabras de un representante popular no se deben soltar al ahí se va, sino que deben meditarse para comunicar con efectividad y evitar distorsiones o confusiones.

Por supuesto que, en democracia, uno esperaría que el Jefe de Estado usara el poder de sus palabras para convocar a la unidad y fomentar la concordia de sus mandantes. Sin embargo, no es eso lo que hemos visto en casi seis años de conferencias plagadas de dislates, falsedades, errores y ofensas que el presidente López Obrador suelta a diario. La conferencia mañanera da mucho de qué hablar, pero casi nunca por buenas razones: desafortunadamente, azuza el coraje, la división, el rencor y la burla. Triste, deprimente y decepcionante que, ni siquiera en el ocaso de su mandato, el presidente reconozca el daño que las diatribas le hacen a su investidura y al país.

Siempre buscando un adversario a quien aniquilar con sus latigazos verbales, el presidente se ha confrontado, incluso, con quienes le dieron su confianza y los votos para que llegara a Palacio. Burócratas, empresarios, periodistas, medios de comunicación, intelectuales, científicos, artistas, deportistas, ingenieros, arquitectos, profesionistas, ambientalistas, feministas, médicos y hasta víctimas de la violencia, han sido blanco del vilipendio presidencial. No sabemos si de manera inconsciente o deliberada, pero en el supuesto “diálogo circular” del presidente hay un abuso de la retórica del rencor, una avalancha verbal ofensiva que hiere en lo individual, pero que, en lo social, a todos hace daño. Un presidente infamante, que miente y calumnia sin rubor, no puede encabezar una comunidad que necesita de la unidad y la concordia para superar sus carencias.

Aunque los expertos habrán de desmenuzar las conferencias mañaneras para encontrar los botones que movieron a la 4T, aventuro que AMLO llegó de muy lejos y muy tarde al poder. López Obrador arribó a la presidencia de México con una visión setentera del siglo pasado y su larga marcha lo impregnó de rencores contra todo lo que a su juicio obstaculizó su carrera. Llegó, entonces, a ejercer un presidencialismo sin contrapesos, basado en su idea de moralidad y con un pensamiento utópico que ensalza la austeridad y elogia la pobreza como valores supremos de honestidad.

En las mañaneras el presidente habla con él mismo. López Obrador trajo del pasado sus ideas (el tren maya, su afición al petróleo, el paternalismo patriarcal…) y la convicción de que el poder presidencial bastaría para transformar la realidad y convertirla en la fábula que recrea su imaginación. Con esa certeza, permitió y alentó barbaridades, agravió y lastimó a diestra y siniestra. Empero, llegó el tiempo de confrontar el discurso con los hechos. La verdadera rendición de cuentas es la que proviene de las urnas y, el dos de junio, las y los mexicanos calificaremos los resultados del gobierno y el desempeño del presidente: rectificación o ratificación.

Las diatribas mañaneras nos han traído a este ambiente de polarización que debe zanjarse en las urnas. Ojalá que, al depositar nuestro voto, los ciudadanos saldemos enconos y abramos el camino a la reconciliación. Ojalá que la nueva presidenta llegue sin ataduras del pasado, dispuesta a reconstruir el marco institucional y a recuperar el valor de la tolerancia y del verdadero respeto a la investidura. En cualquier caso, ante las voces que presagian un conflicto poselectoral, ojalá que la participación ciudadana sea abrumadora, histórica, para alejar cualquier tentación autoritaria. 

No perdamos de vista que en esta elección nos corresponderá resolver una grave disyuntiva: preservar nuestras libertades y la democracia, o permitir la restauración de un presidencialismo sin contrapesos. Por eso, que nadie evada su cuota de responsabilidad y salgamos todos, todas, a decidir con nuestro voto el país que queremos.