Inosente Alcudia Sánchez

De la paz porfirista, el país había caído en el caos de las constantes revueltas políticas. La Revolución, con su inevitable cuota de violencia, no encontraba la salida al conflicto originado en la disputa del poder. La descomposición social se extendía por todo el territorio, sembrando discordia, muerte, atraso. La creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), en 1929, fue el medio para contener el furor autodestructivo del caudillismo revolucionario, sentando las bases para una ordenada competencia por el poder, con reglas generalmente aceptadas por quienes se sentían con derecho a aspirar a los cargos públicos. En efecto, en el conciliábulo de políticos y militares encabezado por Plutarco Elías Calles, se diseñó una organización que resultó ser el espacio adecuado para alcanzar acuerdos entre los diversos caudillos y civilizar la lucha por el poder público. El PNR fue un aporte a la modernidad política que contribuyó en gran medida a la pacificación nacional y, también, a la generación de una cultura patrimonialista de los cargos públicos: la meritocracia engendrada en la lucha armada dio lugar al usufructo privado del patrimonio público. La estabilidad social se fincó en la esperanza de que, más temprano que tarde, la revolución “haría justicia” a todos sus paladines.

Con la visión popular y nacionalista de Lázaro Cárdenas, y determinadas las bases para el relevo pacífico de los gobiernos, el partido avanzó hacia una organización de masas, incorporando a su estructura las representaciones nacionales de sectores poblacionales mayoritarios, como los obreros y los campesinos, además de los militares y otros grupos sociales emergentes. Sobre las bases del PNR, adjudicándose como suyas las causas sociales y los propósitos políticos de la gesta revolucionaria, en 1938 se instauró el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), único instituto con cobertura nacional y en cuyos postulados ideológicos tenían lugar todas las aspiraciones del pueblo de México. En 1946, este órgano político se asumió heredero y guardián de las causas revolucionarias sintetizadas en el lema “Democracia y Justicia Social” y cambió de nombre a Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Desde su creación y hasta principios de la década de 1960, el PRI fue el gran catalizador de las contradicciones políticas: resolvió conflictos y propició el entorno social indispensable para que sus gobiernos crearan la infraestructura y las instituciones que hicieron de México un país en franco proceso de desarrollo. Juntos, a veces confundiéndose, partido y gobierno instauraron uno de los regímenes políticos más exitosos del mundo; un régimen que, sin embargo, con sus logros iba gestando las condiciones para su decadencia y destrucción: el impulso a la educación pública y la reducción del analfabetismo; el tránsito de la preeminencia urbana sobre lo rural; la industrialización acelerada y la expansión de las comunicaciones; el mejoramiento de las condiciones sanitarias y el crecimiento de la seguridad social, entre otros factores, dieron lugar al surgimiento de sectores poblacionales que dejaron de verse representados por el brazo político-electoral del gobierno y reclamaron la apertura de otras vías para intervenir en la vida política. Así, en un proceso largo y no exento de violencia, desde el gobierno se fue reformando el marco jurídico para abrir espacios a la oposición y legalizar su participación en la competencia electoral. El partido hegemónico dejó de ser la única opción para acceder al poder y, en 1988, tuvo la primera gran disputa por la presidencia de la República.

Hasta entonces, el PRI había sido como uno de esos planetas cuya fuerza de gravedad atrae a sus satélites, dando cohesión y coherencia a la clase política nacional. Era dentro del partido, y no afuera, donde había lugar para las carreras políticas exitosas y, desde luego, para acceder a los beneficios de la “justicia revolucionaria”, una mezcla de impunidad y usufructo privado de los recursos públicos. Sin disidencias, las oposiciones de izquierda y derecha cumplían funciones testimoniales y otorgaban legitimidad electoral al Ogro Filantrópico. La verdadera competencia electoral tuvo que provenir de un cisma: en 1988, los líderes de la Corriente Democrática del PRI, Cuauhtémoc Cárdenas, Ifigenia Martínez y Porfirio Muñoz Ledo, abandonaron el partido para formar el Frente Democrático Nacional (FDN) y contender en los comicios por la presidencia. Aunque, finalmente, el candidato del PRI ganó aquella cuestionada elección, el Sistema Político comienza una profunda transformación que debilitó al régimen de partido único y agudizó la inevitable decadencia del priismo.

En algún momento, el PRI dejó de ser funcional para el Estado mexicano, el cual había sido colonizado por una nueva burocracia ajena a los principios de la revolución: la pragmática tecnocracia neoliberal que, por su formación profesional e ideológica, entró en conflicto con el priismo tradicional y clientelar, el del Nacionalismo Revolucionario. La modernidad económica, la apertura comercial, la inclusión en el paradigma global y el crecimiento de las clases medias, obligaban al desmantelamiento del sistema político que daba cobijo a la “dictadura perfecta” y a la instauración de un nuevo modelo, el de la democracia liberal, con sus contrapesos al poder ejecutivo y sus órganos electorales ciudadanizados.

Entre 1988 y 2018, al tiempo que oficialistas y opositores desmantelaban el régimen de “partido casi único”, los mexicanos nos esmeramos en adjudicar al PRI los atributos más deleznables y en borrar de la memoria colectiva la enorme obra transformadora y progresista del Estado postrevolucionario. En este periodo se logró la “transición” a la democracia (2000) y entramos a la etapa de “la alternancia”, pero lo que prevaleció fue el nuevo régimen político neoliberal que se había fundado en un arreglo de gobernanza en el que dejaron de importar los colores o las siglas partidistas: para los propósitos del nuevo régimen, al Estado administrado por la tecnocracia neoliberal le eran indistintos el desprestigiado PRI o el anquilosado PAN, los cuales se convirtieron en las agencias que daban rostro a la democracia liberal multipartidista, pero enfilada a la instauración de un bipartidismo.

En el transcurso, el PRI se fue desangrando: perdió cuadros, dirigentes, militancia, ideología, credibilidad, vergüenza, inteligencia. Esta sangría, inaugurada con la escisión de la Corriente Democrática, se agudizó con el surgimiento de Morena (2011), la organización y el partido encabezados por uno de los priistas disidentes, Andrés Manuel López Obrador, quien se embarcó en la odisea de reconstituir los fundamentos del viejo PRI y abanderar las causas del nuevo México, el nuevo país formado por los gobiernos neoliberales, pero que, curiosamente, desconocían. El modelo neoliberal arrastraba el saldo de millones de pobres arrumbados en la periferia de la modernidad y del progreso, y su clase política, “prianista”, había perdido sentido social y ganado el descrédito generalizado: las organizaciones civiles que se estrenaban en el paraíso de la transparencia y los medios masivos de comunicación, incluidas las benditas redes sociales, disfrutaban de una inusitada libertad de expresión y se regodeaban en exhibir la corrupción rampante y desmedida, la impunidad y la ostentación de los políticos modernos. A la vista de la mayoría de los mexicanos, la alternancia en el poder, la democracia liberal, no había servido para disminuir las brechas de desigualdad económica, ni había mejorado el acceso a la justicia, ni combatido la impunidad, ni contenido la corrupción. En la política prevalecía la deshonestidad de siempre y el gobierno seguía siendo botín de los políticos y de sus cercanos que se enriquecían con recursos públicos.

A las elecciones del 2018, el PRI llegó en los huesos. El polo de gravedad se había trasladado a una nueva fuerza política cuyo líder ofrecía, sin rubores, la solución a todos los problemas desatendidos por el neoliberalismo. Cuarta Transformación se llamó la utopía y AMLO el personaje transfigurado en la esperanza de 30 millones de ciudadanos. Extraviado en la frivolidad y en la orfandad ideológica, al PRI no le alcanzó ni para postular a un militante como su candidato. En los últimos seis años, el viejo partido no pudo contener su derrumbe y, abrumado por el desprestigio, en las elecciones del 2024 tocó fondo. Desde el desierto de la irrelevancia, los priistas observan cómo la nueva organización hegemónica se erige sobre sus mejores virtudes y, también, sobre sus peores vicios. Los priistas enfrentan una emergencia: después de 95 años están a punto de ser suplantados y suprimidos. Porque, sin duda, presenciamos un régimen en proceso de consolidación, que aspira a traer el pasado con el artificio de la transformación “para que – cito a Salvador Camarena– “el futuro cercano se parezca al México de los años de juventud y temprana adultez (de AMLO)”. Los priistas discutirán estos días qué posición jugarán en ese futuro. Si es que contienen el furor autodestructivo.