Inosente Alcudia Sánchez

Los noticieros televisivos mostraron las escenas de horror. Primero, una multitud que se arremolina: el escenario es rural, se observa a personas con sombrero, muchas de ellas llevan consigo palos y machetes. Parece una asamblea ejidal, una reunión de productores. De pronto suena una ráfaga de balazos y el conglomerado explota como un enjambre de abejas: los individuos corren, huyen, regresan, atacan, persiguen, golpean… se observan grupos que agreden a distintos hombres, me parece ver a una mujer blandir una tabla, quizás un machete… En el transcurso de la refriega se oyen algunos disparos, mientras dos o tres sujetos apuntan con sus escopetas o rifles. Luego las cámaras muestran las consecuencias: cuerpos calcinados, todavía humeantes, cadáveres dispersos, vehículos quemados. La ira se apoderó del lugar y el miedo se convirtió en colérica violencia. Una pequeña conflagración aconteció en esta parte del mundo.

Y es que las dantescas imágenes podrían pertenecer a cualquier escenario de guerra: quizás la Franja de Gaza, quizás el campo de Ucrania; o a esos enfrentamientos armados que en distintos momentos de gobiernos anteriores escandalizaron a la opinión pública. Pero no, este choque no es de los tiempos de la “guerra” de Calderón ni sucedió durante el sexenio de Peña Nieto. La información fluye veloz en las redes sociales: en una comunidad del Estado de México, en Texcaltitlán, la mañana de este 8 de diciembre se confrontaron campesinos, hombres de bien, con una célula de extorsionadores, de presuntos delincuentes. Sometidos durante años por los criminales, obligados a pagar injustas cuotas por sus parcelas, ilegales derechos de piso, estas víctimas contuvieron el temor, se armaron de valor y decidieron hacer ellos mismos lo que es responsabilidad del gobierno, del Estado: proteger sus bienes y sus familias, detener el abuso consuetudinario fundado en la amenaza, poner cara a los violentos y gritar ¡ya basta!

En efecto, Texcaltitlán es el país en el que hoy vivimos. Un territorio marcado por la violencia y en el que cada vez hay más islas de desgobierno, de ausencia de Estado. Parecería que estamos atestiguando un inédito orden de convivencia impuesto por un poder que, ciertamente, no es nuevo; que había estado aguardando el momento propicio para expandirse y que ahora descubrimos emergiendo en diversas regiones de la patria.

No será extraño que la indignación social comience a materializarse en brotes de auto defensa y cada día más comunidades sigan el ejemplo de los agricultores de esa región del Estado de México. Es una evolución previsible: del miedo a la ira, del sometimiento a la venganza. Arriesgar la vida para escapar de la opresión, para librar esa especie de esclavitud a que los someten las organizaciones del crimen. Justicia por mano propio, es la situación de barbarie en que ha colocado a millones de mexicanos la ausencia de ley y de Estado. En Texcaltitlán vimos la negación de los principios civilizatorios y la inexistencia del andamiaje jurídico que sustenta la convivencia social.

Desde Guerrero, el presidente López Obrador pidió combatir la extorsión “entre todos”: un día antes, en Texcaltitlán, los habitantes habían empezado. A escasos 10 meses de que concluya la actual administración federal, ya no veremos rectificación en la estrategia de seguridad. Sólo nos queda desear que la próxima presidenta de la República tenga en sus prioridades devolver al país la paz, la seguridad y la justicia, bienes públicos indispensables para aspirar al verdadero desarrollo social, al bienestar y a la prosperidad tan largamente postergados.