Inosente Alcudia Sánchez

Hace unos días, de improviso y sin motivo aparente, sentí esa viejísima perturbación del ánimo. En la televisión, un locutor se esmeraba en leer las noticias del día, que en realidad eran la repetición de las de ayer y de antier. Apreté un botón del control remoto y la imagen saltó a un canal de música. Sonaba el sinfónico de Los Ángeles Azules. Iba a asomarme por la ventana cuando algo parecido a un escalofrío me alcanzó: un estremecimiento, la punzada del miedo. Lo conozco bien. De niño, durante mucho tiempo, padecí el rasguño de esa emoción primaria que, dicen, es inherente a la condición humana y a buena parte del reino animal.

El temor me acompañó durante varios años de mi infancia. Supongo que era normal: en aquellas húmedas soledades de la comarca tepetiteca, envueltas por la neblina de un imaginario sobrenatural, cualquier niño habría sentido el acoso intuitivo del miedo. A los peligros naturales del monte como las culebras mortíferas, las corrientes traicioneras de los ríos y los árboles tóxicos que envenenaban con su sombra, se sumaba la amenaza constante de los males del aislamiento: hechos de violencia, enfermedades, carencias de lo elemental, sufrimiento. Y, sobre todo, las amenazas de lo desconocido, esa otra realidad que se recreaba en las creencias y delirios de quienes vivían el desamparo, a la buena de Dios.

La soledad y la oscuridad son componentes indispensables para la construcción de monstruos personales. Con la caída de la noche, la mente y los sentidos se convierten en una fábrica desaforada de imágenes: lo que observo, lo que escucho, lo que olfateo no es lo que es, sino lo que mi cabeza, mi inconsciente, mis pensamientos creen que es o quieren que sea. Las aves nocturnas eran aviesos hechiceros; había luces inexplicables que sobrevolaban el pantano y arruinaban las noches de pesca; el lastimero aullido de los perros era un oportuno aviso de la presencia de invisibles entes malignos; con la luna alta, gritos lejanos quebraban la madrugada y delataban la existencia de los salvajes; desconocidos y sobrecogedores cantos de aves anunciaban tragedias; caída la tarde, jinetes del más allá se apropiaban de los caminos reales; los duendes aparecían y desaparecían a su antojo… Necesitaba del amparo de mi padre para transitar tanto espanto.

Mis temores también se alimentaban del sentido de indefensión, de la certeza instintiva de que, sin el cuidado y la protección de mis mayores, no sobreviviría a los peligros del mundo. Este sentimiento se me reveló brutalmente una tarde, mientras jugaba bajo la sombra de unos frondosos naranjos. Mi padre dormía la siesta y, como un rayo, me invadió la imagen de que estaba muerto. Con el corazón latiendo desaforado, corrí a verlo y, durante varios minutos, me quedé de pie a su lado, mirando su acompasada respiración que me devolvía el alma al cuerpo.

Pronto se desvanecieron mis miedos germinales. En esos tiempos y en esos popales, aún no se conocía ese invento de la civilización que es la adolescencia, y a la adultez se llegaba directamente de la infancia. “No tiene hijos por falta de mujer” era una expresión coloquial que evidenciaba la negación del tránsito emocional y biológico de menor a mayor de edad. Con los primeros signos de la pubertad, a los mozuelos les tocaba desempeñar tareas de adultos: las actividades que al principio eran un divertimento, de un día para otro se convertían en una rutina laboral.

Desde el primer año de secundaria tuve que aprender a valerme por mí mismo en aquel ambiente rudo, donde mis compañeros, fruto de una madurez forzada, eran expertos en vaquería y pesca, dominaban el machete y el hacha, y hasta usaban armas de fuego como algo de lo más natural. En perspectiva, no tengo duda: éramos una comunidad de bárbaros. Forzados por el entorno social y natural, simulamos ser adultos y, junto con los andrógenos, generamos suficiente adrenalina para deshacernos de los miedos infantiles, aunque los peligros, a esa temprana edad, ya eran reales.

Durante varios años, me persiguieron pesadillas que provenían de aquellos miedos. No recurrí a terapias de psicoanálisis para deshacerme de los malos sueños, pero en una ocasión me sometí a las rameadas de una curandera. La mujer, anciana y en los huesos, me sorprendió al hablarme de sustos que creía olvidados. No recuerdo cuándo desaparecieron las pesadillas, ni sé si esa ceremonia de sanación tuvo algo que ver con ello.

La vida transcurrió aceptablemente. No faltaron sobresaltos ni vicisitudes, pero nada que significara una zozobra desmedida o un riesgo incontrolable. Hasta que nos alcanzó la pandemia de Covid-19. La ansiedad se instaló en mi sistema límbico y, con la existencia amenazada, los días se poblaron de depresión e incertidumbre. 

El viejo miedo olvidado volvió una soleada mañana de domingo. Era agosto de 2021. El terror animal me carcomió hasta los huesos cuando leí el resultado de la prueba: positivo. Por mi sangre navegaban los virus del Sars-Cov-2, y seguramente sentí la misma angustia de quienes fueron mordidos por una nauyaca en la mortal incomunicación de los pantanos. La amenaza se había concretado y, desde mi cerebro reptiliano, se dispararon todas las alarmas, el mismo arranque de pánico que me acosaba en noches de mi infancia.

Les digo que a mí nadie me va a contar lo que es el miedo. Lo conozco bien y de cerca. Por eso supe, sin lugar a dudas, qué era la súbita aprensión que sentí hace unos días. A estas alturas, puedo racionalizar mis emociones, explicarlas y, quizás, mal escribirlas, pero me ha sido difícil encontrar el origen de este asomo de miedo que me llegó como una de esas ráfagas de viento que se desprenden de un huracán distante. “Es multifactorial”, intenta esclarecer el otro yo, el que se asume como mi conciencia reflexiva. “En efecto”, me contesto. Sé que recurrir a la “multifactorialidad” es un recurso de quienes no tienen respuestas. Sin embargo, me doy la razón: son muchos los factores que anuncian el inicio de la barbarie.

Antes, cuando le contaba a Daniel la falta que me hacía su compañía, me recomendaba comprar un perro; ahora, cuando volví al tema, me recetó consultar con un psicólogo. Entiendo el desahucio. Pero, la verdad, yo preferiría volver a los ensalmos de la curandera. Creo que solo ella podría arrancarme, otra vez, este miedo ancestral, “multifactorial”, que ha vuelto como los dolores de huesos que anuncian mal tiempo. Si no fuera porque murió hace años.

La verdad es que no sé por qué escribo estas cosas. Será porque, como dice Jorge Volpi, “Somos atrabiliarias máquinas de contar” (La invención de todas las cosas. Alfaguara, 2024). El listón de tu pelo, con Denisse Gutiérrez, me suena fantástica.