Inosente Alcudia Sánchez

El hombre está acostumbrado a la impunidad de sus palabras y de sus actos. Desde aquellos años de asedio a los pozos petroleros, hasta “al diablo con sus instituciones”, el hombre se condujo en la frontera de la legalidad, siempre dispuesto a subvertir el orden jurídico y moral para conseguir sus propósitos. En las facetas de candidato, dirigente partidista y líder social, sus actividades preferidas, el hombre extravió el valor de las palabras, olvidó la mesura, la ética de hablar con la verdad. A fuerza de mentir llegó a creer sus propios infundios y, al cabo de los años, cumplida su máxima ambición personal (hacerse del poder de poderes) se instaló en el sueño de los superlativos: la farmacia más grande del mundo, el mejor sistema de salud del mundo, el segundo líder más popular del mundo…

En el trayecto, desertó de todos los partidos en que militó porque lo suyo no son las reglas ni las instituciones. Creó, entonces, un “movimiento” donde la única norma que rige es su voluntad. En ese “movimiento”, no hay militantes sino feligreses; no hay ideología, sino el pensamiento iluminado del líder moral. Dueño de su propio partido, por enésima ocasión recorrió el territorio nacional con arengas populistas cargadas de los lugares comunes que deseaban escuchar los electores. No se trataba de ganar la razón, sino de alentar el rencor social, el afán de venganza colectivo y la ilusión genuina de quienes anhelaban un cambio para bien de la vida pública del país. Millones de agraviados, de todos los sectores sociales, encontraron en el discurso alguna frase que los representaba: acabar con la corrupción, con la violencia, con la desigualdad, con la pobreza, con la discriminación y, en fin, con todos los males que aquejan a nuestra sociedad moderna y neoliberal, fue un mensaje que sedujo a la mayoría de los votantes. Muchos sabían que el discurso entreveraba falsedades obvias, pero lo asumían como “estrategia electoral” o chistes que le ponían sabor a la campaña. Así pasó, por ejemplo, con lo del “avión que no tiene ni Obama”, una mentira flagrante que todos le festejaron.

Competir contra dos candidatos irrelevantes de partidos sumidos en el desprestigio hizo que su “movimiento” sumara los votos necesarios para que las instituciones electorales de nuestra democracia lo invistieran con la más alta responsabilidad de la República. El hombre, que asumió el poder como el mejor de los republicanos, resultó un “caballo de Troya”, un infiltrado del pasado autoritario: aprovechó los nóveles arreglos institucionales de nuestra democracia para meterse al centro de la vida política, al corazón de nuestras instituciones, para intentar dinamitarlas.

No había terminado de acomodar su austeridad entre las opulencias del Palacio Nacional y ya eran evidentes su desconocimiento de la administración pública, a la que compara con un elefante reumático; su desprecio por la ciencia, el conocimiento y la profesionalización; su aversión al éxito personal, al emprendimiento, a la actividad empresarial; su intolerancia a la diversidad política, a las diversas formas de pensamiento que florecen en la democracia; su enfermiza proclividad al martirologio que lo hace compararse casi a diario con Juárez y Madero; su aversión a los contrapesos que equilibran y contienen el abusivo ejercicio del poder; su afán por destruir el sistema institucional y democrático que le permitió alcanzar su obsesión personal.

El hombre desdeñó el papel de jefe del Ejecutivo y de Estado, para seguir encabezando su movimiento y concretar lo que nombró como Cuarta Transformación: una suma de decisiones atrabiliarias acompañadas del púlpito y patíbulo verbal mañanero en las que “un sujeto atascado de virtud y embebido de gloria… proyecta una heroica fantasía de sí mismo… enumerando la inacabable lista de sus proezas imaginarias” (Antropología Mañanera, Guillermo Sheridan, El Universal).

Su discurso es un distractor y un encubridor de sus desaciertos: como si se tratara de señuelos, declaraciones estridentes atraen la atención de los medios de comunicación para alejarlos de la discusión de los verdaderos problemas del país y, al mismo tiempo, evitar que sus adeptos conozcan el desastre que estamos viviendo y la catástrofe que se avecina. Es un simulado predicador que usa el púlpito gubernamental para tratar de vender su personal moralidad a quienes todavía le quieran creer y encubrir la depredación que está haciendo de las instituciones. En sus homilías el hombre conminó al pueblo a conformarse con sobrevivir en la pobreza, a olvidarse de los satisfactores materiales y alimentar el espíritu con utopías. La incongruencia del mensaje es evidente: el que vive en un palacio virreinal, apretujado de lujos y comodidades, pide austeridad y una vida sencilla a sus seguidores. Es fácil predicar el elogio de la pobreza desde la ostentación y la extravagancia. El discurso ha sido una coartada, la suma de ocurrencias del hombre con más poder en México que –dice Macario Schettino– “estaba destinado a la grandeza, según él mismo, y según los aduladores de su entorno”.

El 2 de junio será la única oportunidad que tendremos para detener la destrucción del entramado democrático institucional que ha demandado el sacrificio de generaciones de mexicanos. El voto es el principal instrumento del que disponemos los ciudadanos para enfrentar el poder. Restauración democrática o regresión autocrática. Eso decidiremos en las urnas.