Por Noé Agudo García

Haz el retrato de tu abuela que mejor recuerdes, me pidieron en ese taller literario en el que participo. Sólo conocí a la madre de mi madre, a la de mi padre la he ido reconstruyendo poco a poco con fragmentos de las pláticas que escucho a quienes la conocieron. Las veo como dos ancianas fuertes, con una mirada que rebasaba su tiempo, pues por sus comentarios ambas sabían lo que vendría con la familia de sus hijos; eran duras, tal vez llegaron a ser inclementes, pero necesitaban serlo para salir adelante, cada una con su respectivo peso, una hija que quedó viuda muy joven, en el caso de mi madre, y un hijo deseoso de imponerse al mundo, en el caso de mi padre.

Ambas se llamaban Natividad; ambas perdieron pronto a sus maridos y ambas pudieron mirar cómo sus hijos echaban la propia carga a sus hombros. No sé cómo se llevarían en vida pero también eran muy parecidas físicamente: enjutas, secas, gruñonas, siempre con un delantal donde secarse las manos, y unas crenchas endurecidas y tiesas que les hacían parecer gorgonas de las montañas.

Conocí a mi abuela materna y me gustaba ir y estar en su casa. Me paraba temprano, cuando la oscuridad no se había retirado aún del todo y a veces corría sin sandalias por un sendero que cruzaba platanares, cafetales, el patio de un vecino y llegaba por detrás de su casa.

Me gustaba llegar por allí porque recogía los frutos que se habían desprendido de las ramas de tan maduros y habían caído durante la noche sobre la suave alfombra de hojarasca; eran unos aguacates redondos, lustrosos y aromáticos que con el avanzar del día los perros devorarían, así que yo se los ganaba y los llevaba a mi abuela.

Ella me recibía aún acostada y me hacía espacio para que durmiera un rato más. “Tú siempre tan madrugador” decía y dormía o fingía quedarse dormida mientras yo miraba el techo, la oscuridad cortada por el tajo de luz que se filtraba donde inician las paredes y el pesado mueble de caoba donde estaban la ‘Historia sagrada’, ‘El mundo maravilloso’ y un ejemplar de ‘Las mil y una noches’. Eran libros de mi madre pero mi abuela los guardaba y qué bueno que así fuera, porque se habrían perdido o dañado en las múltiples mudanzas que vivió mi madre recién amancebada con mi padre (ellos me lo platicaron). Me inquietaba también un baúl donde, aparte de su ropa, conservaba extraños objetos, como la ropa, insignias y el quepí de mi abuelo, que fue militar. Una vez sacó un cartón a colores, del tamaño de una hoja de papel carta, con unos extraños agujeros en el centro, me hizo que pasara mis dedos por ellos, con cierto orden, y me pidió que los dejara allí un rato. “Así se curaba tu abuelo” me dijo cuando sacó mis dedos y retiró el cartón. Era un raro método que años después me recordó una técnica del tai chi.

También guardaba una vieja fotografía suya: un hombre con apariencia pesada, sólida y mirada fiera dentro de su uniforme militar; mi madre se reía porque decía que había posado para la foto pero que en verdad era un hombre bueno y casi dulce; gran parte de sus rasgos los había heredado ella. Mi abuela vivía sola. Un día llegó un batallón de soldados y se desparramó por todo el pueblo buscando comida. A la casa de mi abuela llegó un sargento gordo, que pujaba al sentarse o ponerse de pie. Se acomodó sobre el piso de tierra de la cocina, ella calentó tortillas sobre las brasas, sirvió un plato de frijoles, puso unos chiles asados y unas ramas de hierba santa también asadas.

Me dijo que trajera unos aguacates y yo fui bajo el árbol. Había varios ya comidos por los perros; elegí dos o tres poco dañados y los llevé. Con un cuchillo quitó la parte mordida y puso las rebanadas sanas sobre un plato que ofreció al soldado. “¡Ay, jefecita, qué delicioso es esto!” dijo el hombre que parecía llorar cuando devoraba con un gusto nunca visto las pobres viandas de mi abuela.

La última imagen que guardo de ella es cuando, montado ya sobre el caballo, me mira sonriente porque adivina que es la última vez que me verá; abraza a su hija que llora desconsolada y aún tiene el coraje de levantar su mano y decirme adiós cuando los animales empiezan a avanzar.