José Juan Cervera

La tradición oral y las narraciones populares se han constituido en puntal de un segmento significativo de la literatura mexicana moderna. Hay ejemplos que así lo demuestran, algunos de ellos relacionados directamente con la cultura maya peninsular. Así es como los autores que cultivan esta modalidad del arte nacional contribuyen a desterrar la falsa idea de que los antecedentes autóctonos arrastran únicamente atavismos e inercias.

Poca atención merecen tales prejuicios cuando se consideran casos como el de la pieza dramática La cabeza de Salomé, que Bernardo Ortiz de Montellano dio a publicar en 1943 en las páginas de la revista El Hijo Pródigo, reproducida luego en compendios antológicos, como los que Lourdes Franco preparó sobre la obra del escritor que dirigió la revista Contemporáneos (1928-1931), publicación que fecundó los recursos expresivos que las letras mexicanas requirieron en su tiempo para equilibrar los caracteres de su identidad cultural.

La cabeza de Salomé recrea el conocido relato de la mujer que, para hacer creer a su esposo que duerme cerca de él durante la noche, abandona su cabeza en la hamaca mientras el resto de su cuerpo sale de casa a ocuparse de asuntos que prefiere ocultar a su consorte. Es una historia que ha seguido viva en la memoria popular y que incluso los compiladores de tradiciones yucatecas han recogido en ediciones impresas.

El texto, distribuido en ocho breves escenas, incorpora elementos característicos del discurso poético, como las abundantes metáforas que en él concurren, a la vez que combina alusiones a distintas culturas, y destaca el papel del sueño en la vida más íntima de los individuos, tema recurrente en la producción escrita de este autor, consciente del significado que el factor onírico tuvo en la producción artística de los surrealistas.

Varios de los objetos y de las figuras que intervienen en la obra son típicos de la región maya yucateca, a la que Ortiz de Montellano concedió especial interés en sus estudios sobre la antigua poesía indígena, cuyo valor simbólico y su belleza profunda admiró sin reservas, aproximándose a esa herencia cultural con el espíritu de un creador que interroga al pasado para multiplicar las vías de comprensión de su propio momento histórico.

Si bien Lourdes Franco destaca el homenaje implícito que Ortiz de Montellano rinde a la cultura clásica griega con la inclusión de coros de animales en la pieza a la que definió como poema dramático, no debe ignorarse la cercanía que revela con la obra de Miguel Ángel Asturias, quien en su relato Cuculcán, incluido en sus Leyendas de Guatemala, hace hablar a algunas de las criaturas de la selva, acentuando así la majestuosidad del equilibrio cósmico, algo que también se observa, por ejemplo, en su obra Tres de cuatro soles; tampoco ha de perderse de vista que los dos textos del centroamericano toman como modelo fundamental pasajes distintivos del Popol Vuh.

El nombre de Paul Valéry representa otro vínculo notable entre Asturias y Ortiz de Montellano, porque el libro del autor guatemalteco mereció el elogio entusiasta del poeta francés, quien, por otra parte, constituyó una influencia decisiva en el talante lírico del escritor mexicano; es preciso recordar que uno de los grandes aciertos de la revista Contemporáneos fue el de haber contribuido a la divulgación de la poesía europea moderna, actitud que desencadenó la reacción airada de sus adversarios nacionalistas, quienes no dejaron de atribuirles el vacío de una identidad desarraigada.

No se trata tan sólo de recoger la promesa que se aloja, discreta, en el conjunto de la obra de un escritor poco frecuentado. Si a ello se redujera el reto de una inquietud lectora, poco cabría esperar de una referencia apresurada. Si, en cambio, logra animar la inmersión en la conciencia de un legado estético, desprovisto de la anécdota burda de lo contingente, acaso puedan hallarse los lazos que emana la sustancia dúctil del relato milenario con su versión renovada en los signos frescos de la hora actual.