Inosente Alcudia Sánchez

Tabares, el emblemático table dance de Acapulco, reabrió sus puertas. Un mes después de sufrir los embates del huracán Otis las luces se encienden, el sonido del DJ retumba entre el silencio de la desgracia. Lo vi en el noticiero de Ciro Gómez Leyva: en la oscuridad del Acapulco devastado hay una isla de claridad, un faro que atrae a miríadas de insectos, pero, también, a muchos de los innumerables foráneos que han arribado al puerto. La única lámpara del alumbrado público que funciona en ese tramo de “La Costera Vieja” es la que ilumina la entrada al longevo “Show Bar”, así que cualquiera que se atreva a andar por esos rumbos puede leer la manta que anuncia el reinicio de “la normalidad”: ESTAMOS DE REGRESO.

No son pocos los que se aventuran en ese territorio rescatado de la calamidad. Y es que, mientras Acapulco sufre una desbandada de hombres y mujeres que abandonan la plaza urgidos de empleos y de encontrar un lugar más amable para vivir, ha arribado un turismo inédito, forasteros que ocupan los escasos cuartos de hotel disponibles y demandan servicios elementales, como comida y, sí, de ser posible, algo de diversión. En efecto, son los héroes encargados de recomponer, hasta donde sea posible, los bienes civilizatorios que se llevó el huracán. Han llegado, por centenas, hombres que se enredan con cables, que levantan torres, que sincronizan antenas, que atienden comedores; son los trabajadores de las compañías que proveen electricidad, telefonía, internet, además de otros, muchos, que se ocupan en las inacabables tareas de la reconstrucción, porque el ciclón no dejó títere con cabeza ni cosa que quedara indemne ante su furia desbocada.

Esta especie de turismo que durante el día se desperdiga por toda la ciudad no es indiferente a la belleza de la bahía ni está blindada contra las bullangueras historias de La Costera. Ellos pueden imaginar las euforias y alegrías y sueños que fueron arrebatados por el ventarrón que apagó la fiesta permanente que era ACA, Acapulco; y, si ya están ahí, testigos de la desgracia; si ya están ahí, audaces restauradores de la normalidad, nada mejor que ellos mismos prueben el fruto del esfuerzo que contribuye a devolver la tranquilidad abruptamente arrancada por la catástrofe. Por eso, al concluir la agotadora jornada laboral, estos milicianos de la restauración buscan por las noches un lugar que los proteja de las inclemencias del día y los rescate, así sea momentáneamente, del territorio devastado por el temporal.

Una mujer habla, no muestra el rostro, pero por el tono de su voz uno puede adivinar que está contenta, con el ánimo festivo de quienes han recuperado el optimismo, la esperanza. Es una empleada del bar, dice llamarse Gema: “Para mí, en lo personal, significa algo padre, porque hay que aprovechar ahorita que hay muchos de la CFE, de Telmex, hay muchos hombres… estuvo mal lo del Otis, pero, por otra parte, estuvo chido porque trajo muchos clientes, y todo este año estuvo muy flojo”. El reportero de Imagen TV informa que más de 100 personas dependen de este emblemático negocio, familias enteras cuyo bienestar está atado a la oferta de esparcimiento y goce que el Tabares ofrece, desde hace más de 30 años, a turistas y lugareños.

A un mes del huracán, la oscuridad y el silencio siguen ocupando el espacio donde antes estuvo una festividad interminable. No soy un romántico nostálgico de Acapulco: he ido en cuatro o cinco ocasiones en las que procuré llegar de noche y puedo afirmar que el espectáculo de La Costera iluminada es un anticipo del goce que la bahía ofrece a sus visitantes. Puedo imaginar, entonces, la desazón que se propaga por la penumbra y, también, el ambiente de fiesta que desde Tabares comenzará a expandirse, más temprano que tarde, por toda la bahía. Por encima de la adversidad, el germen de la resiliencia se abre camino y, muy al fondo, acaso se advierta la luz del final del túnel.